El sábado
12 de octubre por la noche, en el regreso de La Polla Records a
Madrid, miles de personas coreaban enfervorecidas: “Odio a los
partidos, fuego a las banderas”. Dos días más tarde, muchos de
ellos se enzarzaban en el bar, en el trabajo, en Twitter, para
defender como fuera su bandera; la rojigualda resignificada unos, la
estelada, normal o vermella, otros. Otro tanto con los
partidos, llámense PSOE, ERC, CUP, UP o MP.
Y dos
días después, 20.000 pensionistas venidos del norte, del sur y del
centro se manifestaban en Madrid para exigir unas pensiones dignas.
La masiva marcha obtuvo, como era de esperar, poca atención por
parte de los medios de comunicación, naturalmente reticentes a la
hora de informar de movimientos contrarios al poder y, en esta
ocasión, con el tiempo y el espacio casi monopolizados por las
barricadas ardientes de Barcelona. Pero, y esto es más grave,
numerosísimos miembros de la “izquierda alternativa”, que
llevaban tres días dando la matraca con la sentencia del procés
–desproporcionada e inapropiada, según hombres de leyes como
Javier Pérez Royo y Baltasar Garzón-, guardaron silencio absoluto
ante la lucha, el sacrificio y la dignidad de los jubilados. Gente
que cobra 600 euros al mes y se había hecho 700 kilómetros a pie no
merecía ni un minuto ni 140 caracteres de atención para muchos de
los que tanto hablan de “los que luchan” y “los de abajo”.
Esa
misma noche, un furgón de los Mossos –los Mossos de Torra-
atropellaba a dos manifestantes independentistas. Más o menos a la
misma hora que la Policía de Pedro Sánchez apaleaba en Madrid a los
que intentaban mostrar su solidaridad con los 9 del Procés ante
el Congreso. La policía pega, como bien nos recordaban los
Lendakaris Muertos hace años. A ambos lados del Ebro.
Empeñados en defender la idoneidad del palo y la cárcel para acabar
con el independentismo, o mitificando la malhadada república
catalana, o estupefactos –yo entre ellos- ante los últimos
acontecimientos, en la izquierda nadie parece capaz de dar una
solución viable al conflicto catalán. No es de extrañar, habida
cuenta de que es un problema altamente complejo. Pero me conformaría
con que alguien me explicara qué potencial emancipador para la clase
trabajadora tiene el proceso independentista.
Más
allá de celebrarlo como un síntoma de “la crisis del régimen del
78” y del “Estado monárquico”, como hacen desde IzCa, no he
podido leer ni escuchar ningún argumento válido. No lo critico.
Guste o no a muchos de los que están poniendo el cuerpo y la cara
para reclamar la libertad de los líderes independentistas, el actual
proyecto de república catalana no supone ningún cuestionamiento, ni
mucho menos una amenaza, al sistema capitalista occidental vigente en
los territorios catalanes.
En los
meses previos a la declaración unilateral de independencia de
septiembre de 2017, Carles Puigdemont proclamaba en el exterior su
intención de incluir desde el principio el futuro Estado en la Unión
Europea y la OTAN. Meses después, su sucesor, Quim Torra, abogaba
por la “vía eslovena”, esto es, una independencia unilateral
avalada por el eje Washington-Berlín. Habría que recordar qué es
Eslovenia hoy día: un Estado vasallo de Alemania, integrado en la
estructura militar atlantista. Me ilusiona poco, la verdad.
Eso por
el lado derecho del bloque político independentista, el mismo que
ejecutó recortes salvajes a principios de década y ordenó las
primeras cargas policiales contra los activistas del 15-M,
recordemos. Por el izquierdo, ERC, asoma Gabriel Rufián, el mismo
que en febrero votó en contra de unos Presupuestos que, sin ser una
maravilla, sí mejoraban sustancialmente los de los ocho años del PP
y la última legislatura de Zapatero. El mismo que, en julio, exigía
a Podemos que diera un cheque en blanco al mismo Pedro Sánchez que
hoy coquetea con la derecha y saca el palo en Cataluña. El jefe de
los que a principios de verano increpaban con gritos de “puta” y
“guarra” a la alcaldesa más progresista que ha tenido Barcelona
desde 1939. Quizá los socioliberales catalanes sean un poco más
progresistas que los españoles, pero no sé si eso es suficiente
para que el ingente esfuerzo de construir un nuevo país merezca la
pena.
No
conviene olvidar tampoco procesos similares. En los años 60, cuando
rebrota el conflicto del Ulster, Reino Unido era, junto a
Escandinavia, la vanguardia de los derechos sociales y laborales del
mundo occidental. Irlanda, una semiteocracia conservadora en la que
el aborto estaba prohibido. Para la izquierda, los católicos eran
los buenos, el IRA parecía guay y los Wolfe Tones sonaban a pura
épica. Pero para un obrero, era mejor el sistema de Londres que el
de Dublín. Lo mismo con otros países. La formación de una nueva
nación fue emancipadora en la URSS, en Ghana y en Argelia. Pero en
Lituania, en Ucrania o en Croacia ha generado sociedades y gobiernos
profundamente reaccionarios.
Y al
final, entre barricadas y cargas policiales, entre desahucios,
precariedad y pensiones de miseria, un Tyler Durden recién adaptado
del Club de la Lucha susurra: “Somos una generación criada en el
amor a la patria y la obediencia al Estado. Me pregunto si otra
patria y otro Estado serán realmente la solución a nuestros
problemas”.