sábado, 19 de octubre de 2019

Fuego a las banderas… menos a la nuestra

El sábado 12 de octubre por la noche, en el regreso de La Polla Records a Madrid, miles de personas coreaban enfervorecidas: “Odio a los partidos, fuego a las banderas”. Dos días más tarde, muchos de ellos se enzarzaban en el bar, en el trabajo, en Twitter, para defender como fuera su bandera; la rojigualda resignificada unos, la estelada, normal o vermella, otros. Otro tanto con los partidos, llámense PSOE, ERC, CUP, UP o MP. 

Y dos días después, 20.000 pensionistas venidos del norte, del sur y del centro se manifestaban en Madrid para exigir unas pensiones dignas. La masiva marcha obtuvo, como era de esperar, poca atención por parte de los medios de comunicación, naturalmente reticentes a la hora de informar de movimientos contrarios al poder y, en esta ocasión, con el tiempo y el espacio casi monopolizados por las barricadas ardientes de Barcelona. Pero, y esto es más grave, numerosísimos miembros de la “izquierda alternativa”, que llevaban tres días dando la matraca con la sentencia del procés –desproporcionada e inapropiada, según hombres de leyes como Javier Pérez Royo y Baltasar Garzón-, guardaron silencio absoluto ante la lucha, el sacrificio y la dignidad de los jubilados. Gente que cobra 600 euros al mes y se había hecho 700 kilómetros a pie no merecía ni un minuto ni 140 caracteres de atención para muchos de los que tanto hablan de “los que luchan” y “los de abajo”. 

Esa misma noche, un furgón de los Mossos –los Mossos de Torra- atropellaba a dos manifestantes independentistas. Más o menos a la misma hora que la Policía de Pedro Sánchez apaleaba en Madrid a los que intentaban mostrar su solidaridad con los 9 del Procés ante el Congreso. La policía pega, como bien nos recordaban los Lendakaris Muertos hace años. A ambos lados del Ebro. 

Empeñados en defender la idoneidad del palo y la cárcel para acabar con el independentismo, o mitificando la malhadada república catalana, o estupefactos –yo entre ellos- ante los últimos acontecimientos, en la izquierda nadie parece capaz de dar una solución viable al conflicto catalán. No es de extrañar, habida cuenta de que es un problema altamente complejo. Pero me conformaría con que alguien me explicara qué potencial emancipador para la clase trabajadora tiene el proceso independentista. 


Más allá de celebrarlo como un síntoma de “la crisis del régimen del 78” y del “Estado monárquico”, como hacen desde IzCa, no he podido leer ni escuchar ningún argumento válido. No lo critico. Guste o no a muchos de los que están poniendo el cuerpo y la cara para reclamar la libertad de los líderes independentistas, el actual proyecto de república catalana no supone ningún cuestionamiento, ni mucho menos una amenaza, al sistema capitalista occidental vigente en los territorios catalanes.
En los meses previos a la declaración unilateral de independencia de septiembre de 2017, Carles Puigdemont proclamaba en el exterior su intención de incluir desde el principio el futuro Estado en la Unión Europea y la OTAN. Meses después, su sucesor, Quim Torra, abogaba por la “vía eslovena”, esto es, una independencia unilateral avalada por el eje Washington-Berlín. Habría que recordar qué es Eslovenia hoy día: un Estado vasallo de Alemania, integrado en la estructura militar atlantista. Me ilusiona poco, la verdad. 

Eso por el lado derecho del bloque político independentista, el mismo que ejecutó recortes salvajes a principios de década y ordenó las primeras cargas policiales contra los activistas del 15-M, recordemos. Por el izquierdo, ERC, asoma Gabriel Rufián, el mismo que en febrero votó en contra de unos Presupuestos que, sin ser una maravilla, sí mejoraban sustancialmente los de los ocho años del PP y la última legislatura de Zapatero. El mismo que, en julio, exigía a Podemos que diera un cheque en blanco al mismo Pedro Sánchez que hoy coquetea con la derecha y saca el palo en Cataluña. El jefe de los que a principios de verano increpaban con gritos de “puta” y “guarra” a la alcaldesa más progresista que ha tenido Barcelona desde 1939. Quizá los socioliberales catalanes sean un poco más progresistas que los españoles, pero no sé si eso es suficiente para que el ingente esfuerzo de construir un nuevo país merezca la pena. 

No conviene olvidar tampoco procesos similares. En los años 60, cuando rebrota el conflicto del Ulster, Reino Unido era, junto a Escandinavia, la vanguardia de los derechos sociales y laborales del mundo occidental. Irlanda, una semiteocracia conservadora en la que el aborto estaba prohibido. Para la izquierda, los católicos eran los buenos, el IRA parecía guay y los Wolfe Tones sonaban a pura épica. Pero para un obrero, era mejor el sistema de Londres que el de Dublín. Lo mismo con otros países. La formación de una nueva nación fue emancipadora en la URSS, en Ghana y en Argelia. Pero en Lituania, en Ucrania o en Croacia ha generado sociedades y gobiernos profundamente reaccionarios. 

Y al final, entre barricadas y cargas policiales, entre desahucios, precariedad y pensiones de miseria, un Tyler Durden recién adaptado del Club de la Lucha susurra: “Somos una generación criada en el amor a la patria y la obediencia al Estado. Me pregunto si otra patria y otro Estado serán realmente la solución a nuestros problemas”.