viernes, 30 de diciembre de 2011

Enpatiaren jukutri handia (El gran timo de la empatía)


Desde pequeños, a los habitantes del mundo occidental, influido en mayor o menor medida por la religión judeo cristiana, nos inculcan una serie de valores que se pretenden universales: el respeto a la vida, el amor al prójimo, la fuerza de la verdad… A medida que las sociedades, y sus individuos, van evolucionando, suelen perder parte o todo de ese sentido religioso de la existencia, pero ese corpus doctrinario deja su poso, y rara vez permite el cambio a nuevos valores. Los conceptos del bien y del mal aprendidos durante nuestra infancia quedan para siempre, y como mucho cambian de nombre, aunque el sustrato permanezca.

Uno de esos valores es el cacareado amor al prójimo. “Amaos los unos a los otros”, dijo Jesucristo, y nosotros nos lo creímos. Los que abandonaron el cristianismo le dieron otros nombres, pero la idea sigue siendo la misma. Fraternidad universal, solidaridad y uno que está muy de moda: empatía. Según el diccionario, la empatía es la identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro. De entrada, la cosa suena muy bien. Comprender cómo se siente una persona, cómo piensa y cómo reacciona, tener en cuenta sus sentimientos a la hora de actuar porque su sufrimiento también será el nuestro (aunque en menor medida) y su felicidad también redundará en la nuestra (indirectamente). Tan bien suena que, como digo, se ha puesto de moda. La lengua popular, la música, el cine y la literatura están plagados de referencias al concepto: ponte en mi lugar, caminar con los zapatos de otro, etcétera.

Como tantas otras cosas, todo esto sería maravilloso si fuera verdad. Pero no lo es. La tan cacareada empatía es más bien un timo. Por dos motivos.

El primero es la ley del embudo. Consistente en distribuir asimétricamente los beneficios y los inconvenientes de una idea o de una acción, a favor de los intereses de uno mismo, claro está. La mayoría de los que se llenan la boca hablando de empatía pretenden que los demás tengan en cuenta sus sentimientos cuando interactúan con ellos, que no les ofendan, que no les hagan daño. Hasta ahí, genial; todos queremos eso. El problema llega cuando los paladines de la dama empatía tienen que elegir su comportamiento para con los que le rodean. En ese momento, la empatía regresa al mundo de las ideas y deja el campo libre a la grosería, a la falta de respeto, a la agresión, a las puñaladas traperas. La empatía mola cuando sirve para exigir consideración para uno, pero resulta un estorbo a la hora de actuar, pues supone un límite a los arrebatos, los caprichos y los intereses de cada cual; así que nada más fácil que practicar la empatía asimétrica: la exijo para mí y me la paso por el forro cuando ofendo y maltrato a los demás.

El segundo problema es el abuso. A pesar de lo anterior, algunos seres humanos creen verdaderamente en el valor de la empatía, en tener en cuenta el estado anímico de los demás aparte del propio. Intentan comportarse de manera que los que le rodean se sientan un poco mejor, o simplemente no hacer su vida más difícil de lo que ya es. En principio, esto debería redundar en el agradecimiento y el cariño de sus congéneres y, ya más utópicamente, en una extensión del pensamiento empático que nos haría la vida un poco más agradable a todos. Pero como decía el tío Nietzsche, no hay ninguna acción buena que quede sin castigo. Parece que la reacción natural ante una persona empática es tomarla por gilipollas, interpretar su fraternidad como estupidez, su comprensión y respeto por los sentimientos ajenos como minusvalía de los propios. Las personas empáticas son consideradas personas débiles, y los que basan su poder en el daño que causan a los demás encuentran presa fácil en estas personas. Es muy fácil, demasiado fácil, maltratar a alguien sin importar cómo se sentirá después, sabiendo que ese alguien no hará lo mismo, pues su sensibilidad ante el dolor ajeno le limita para dañar a otro ser humano. Y si en un arranque de dignidad o simple instinto de supervivencia respondiera a la agresión, ya se le acusará de falta de empatía.

Así se perpetúan la injusticia y el sufrimiento, con unos fuertes que machacan a los débiles, empleando un concepto esencialmente maravilloso como instrumento de dominación. No debería ser así, sería genial que todos valoráramos el alma ajena, aunque no fuera tanto como la propia. Pero el mundo real no funciona así, la empatía omnidireccional es rara, como la bidireccional, y tenemos en su lugar una lucha constante a navajazos en el que pensar en el otro es un suicidio, pues a ese otro le importará bien poco nuestro interior cuando de imponer su interés o su mero capricho se trate. La empatía no evita el sufrimiento ajeno, simplemente lo concentra en unos cuantos pringados, entre los que me incluyo (o incluía). Lo dicho, un timo.