domingo, 17 de julio de 2011

Rebelión en la plaza: todo el poder para las comisiones


Soplaron vientos de cambio el 15 de mayo. Y el 16. Y el 17. Y así hasta el 21, víspera de las elecciones municipales, cuando miles de personas nos congregamos en la Puerta del Sol y otras plazas del país para reclamar una democracia de verdad, no de pastel, y una solución justa a la crisis. Pasaron las elecciones, pasó el boom de los indignados, y nos conjuramos para que la Primavera española (en su doble acepción) no quedara en agua de borrajas.
Ya que parecía inevitable levantar la acampada de Sol, se decidió trasladar el movimiento a los barrios, tomar las plazas, debatir en asambleas populares los problemas concretos y cotidianos de cada localidad. ¡Todo el poder para los barrios!, parecíamos decir.
Al principio todo fue bien. Centenares de personas se reunían, plenas de ilusión y de ganas por cambiar las cosas, en la plaza más importante de cada pueblo, de cada barrio. Se empezaron a debatir cuestiones que podían mejorar la gran política del país y la vida cotidiana de la ciudad, se sentaron las bases de una organización mínima para empezar a funcionar y construir, sin prisa, pero sin pausa, una sociedad mejor. Actos como las caceroladas en la toma de posesión del nuevo alcalde o la marcha del 19-J hacían pensar que el movimiento del 15-M era una bola de nieve que nada ni nadie podía parar.
Han pasado dos meses. Hoy es 15 de julio. Puede que 60 días no sean nada, pero dan para cambiar muchas cosas. Y en este caso, a mi juicio, para peor. Al menos en Alcorcón, las asambleas se han convertido en un hecho anecdótico y minoritario. Por afluencia –cada vez somos menos los que asistimos, rozando escasamente el centenar-, por influencia –nuestras propuestas y acciones prácticamente no tienen impacto en el tejido social, al que pertenecemos y al que nos debemos- y por relevancia. Las asambleas han perdido fuerza; han pasado a ser una especie de reunión informativa en la que un representante de cada comisión –información, legal, plenos…- da cuenta de sus actividades a lo largo de la semana y los demás, en lugar de dar palmas, cual congreso cubano, agitamos nuestras manos. Todo asunto relevante que aparece pasa automáticamente a manos de las comisiones, formadas por un número aún más pequeño de asambleístas -horarios de trabajo (en mi caso), responsabilidades familiares o simple pereza disuaden al personal de participar en los grupos que se reúnen entre semana a las 7-8 de la tarde-.
En Atenas, la multitud ocupa las plazas principales para defenderse de la que está cayendo –
pensionazos, despidos, privatizaciones, ahora copagos-; en El Cairo, el pueblo vuelve a Tahrir para impedir que les escamoteen los resultados de la revolución de febrero. Aquí nos reunimos un rato los sábados por la mañana para hablar de lo mal que está todo, y poco más. La revolución está deviniendo en pasatiempo para gente que no tiene otra cosa mejor que hacer, que quiere tranquilizar a una conciencia gruñona que le reprocha que nunca hace nada para cambiar el mundo o que pretende disfrazar ante sus colegas su mediocre condición pequeñoburguesa.
Reconozco que los griegos, con sus huelgas y sus algaradas en la plaza Syntagma, han conseguido lo mismo que nosotros: casi nada. Pero, sinceramente, la respuesta a las agresiones que está sufriendo el pueblo por parte de los poderes político y económico me parece floja. Puede ser que todavía estemos en fase embrionaria, que hoy nuestra fuerza se limite a parar desahucios pero mañana seamos capaces de parar planes de rescate, que esto vaya a más sin prisa, pero sin pausa. Pero mi sensación es la contraria: que el movimiento que parecía imparable el 21 de mayo se está agotando, dirigiéndose cada vez más hacia sí mismo. De trascendente se convierte en inmanente, autorefiriéndose y quedándose en el propio movimiento, sin ir más allá.
Ojalá me equivoque. Ojalá el próximo 23 de julio, cuando las columnas de todo el Estado converjan en Madrid, volvamos a salir miles de personas a la calle. Ojalá el tejido asociativo que ha estado resistiendo en la sombra durante años, los vecinos, los inmigrantes, se sumen a un movimiento que es, o debería ser, de todos. Nada me haría más feliz que escribir un contrapost diciendo que estaba equivocado. Porque nada jodería más a los de arriba que ver que la revolución española, esta vez, no acaba como la Transición o como
Rebelión en la granja.