miércoles, 29 de diciembre de 2010

PSOE: No logo


Sostiene Naomi Klein (no confundir con Naomi Watts) que las grandes compañías multinacionales han abandonado la venta de productos para dedicarse a comercializar imagen y modos de vida. Propone, frente a este nuevo capitalismo posmaterialista (ahora todo es post, ya sabes), conocer las prácticas productivas de las empresas y actuar en consecuencia.

No obstante, conocer la realidad de la organización que está detrás de una marca es complicado. En realidad, lo único que identifica a esa entidad es ese logo reproducido mil veces en vallas y televisores. Sus fábricas están en tierras lejanas que el común de los mortales no sabe situar en un mapa, sus actividades administrativas y comerciales en Occidente están subcontratadas y nadie sabe muy bien cómo es por dentro la compañía que todos conocemos tan bien por fuera; que para eso está la publicidad, para que nadie ignore qué tenemos que pedir cuando necesitamos un coche, unas zapatillas o una hamburguesa.

Ese mundo irreal de sobregnosis de logos y marcas y absoluto desconocimiento de las empresas que las respaldan funciona muy bien. La manipulación del consumidor, apelando a unos sentimientos y sensaciones identificables con un dibujo sencillo y media docena de letras y negándole la capacidad de análisis racional al escamotearle la información necesaria, crea un mercado cautivo, acrítico y, por lo tanto, dócil.

Tan bien funcionaba el invento de las agencias de publicidad y los departamentos de relaciones públicas, que los partidos políticos decidieron copiar el sistema. Si Adidas vende una imagen diferente a Nike, aunque ambas vendan camisetas similares, ¿por qué nosotros no?, debieron de preguntarse. Al fin y al cabo, un partido político vende valores inmateriales: principios, ideas, ideología. ¿Para qué poner el foco sobre la parte material, sobre las políticas reales? En realidad, las de las grandes formaciones, las que aspiran a gobernar un país, son muy parecidas, hay poco en lo que diferenciarse del rival. Y además, son comprometidas; la realidad no se puede cambiar, la percepción de la realidad sí.

A día de hoy, la diferencia entre los programas y, sobre todo, la actuación real de los principales partidos progresistas y conservadores europeos es escasa. Subordinados a los mercados financieros y diluidos en la anomia política que es marca de la casa posmoderna, unos y otros ejercen de gestores y garantes del statu quo. Si no les diferencia la materia, ¿qué queda? La forma.

En el caso español, el reparto del juego político está claro. Fuerzas minoritarias y nacionalistas al margen, dos grandes formaciones se disputan el poder cada cuatro años. A priori, ambas luchan por seducir a la mayoría del electorado desde posiciones diferentes. El PP hace bandera de los valores conservadores: mercado libre, unidad nacional, defensa de la moral tradicional… El PSOE se erige en quintaesencia del progresismo: defensa de las clases populares, derechos sociales, respeto de la legalidad internacional…

Pero cuando unos y otros llegan al poder, la cosa cambia. Bueno, en el caso del Partido Popular no cambia mucho: privatizaciones, obsesión con el terrorismo, impulso al ladrillo fueron ejes fundamentales de la política de Aznar.

Con el PSOE, la historia ha sido diferente. Llegó al poder en 2004 con un programa que encandiló al ala izquierda del partido, de la que Zapatero se consideraba su máximo exponente, relevando al defenestrado Alfonso Guerra. Su primera legislatura parecía confirmar la imagen de progresismo moderno y vanguardista que desde hacía cuatro años había ido conformando la marca del Partido Socialista, opuesto a los carcas agoreros del PP. Asuntos como los matrimonios gays, la negociación con ETA o la Ley de Dependencia daban sustancia a un discurso progre repetido hasta la saciedad por palmeros artísticos y mediáticos.

Pero llegó la segunda, y con ella la crisis, y ZP tuvo que ponerse a gobernar en serio. Y entonces se acabó la pantomima. Durante cuatro años, el PSOE no había puesto coto a la economía especulativa, pese a las nefastas consecuencias que tenía para el acceso de los jóvenes a una vivienda digna. Cuando la burbuja pinchó, la solución no fue exigir cuentas a los bancos responsables del desastre, sino subvencionar sus pufos con dinero público. Para reflotar la economía, se practicó un neokeynesianismo de pacotilla bajo el pomposo nombre de Plan E, que sólo sirvió para salvar las apariencias de socialismo populista mientras escampaba la crisis. Pasó 2009, vino 2010 y con él la hora de hacer reformas serias.

¿Cuáles fueron esas reformas? Modificar el sistema de contratación y el de protección por desempleo, recortando las prestaciones y abaratando el despido, en contra de los intereses de los obreros, esos que prestan la O al nombre del partido. Había que recortar gastos, claro está, y el Gobierno socialista metió la tijera en las prestaciones sociales, eliminó ayudas y congeló las retribuciones de funcionarios y pensionistas, como había hecho Aznar 14 años atrás en medio de un gran escándalo. Había que aumentar los ingresos públicos, pero no recuperó el Impuesto sobre el Patrimonio ni elevó el de Sociedades, sino que subió dos puntos el IVA, para que todos, aunque los pobres lo notamos más que los ricos, paguemos la factura de la crisis.

Todas estas políticas antisociales, propias de un Ejecutivo de derechas, condujeron a una huelga general, tras muchas vacilaciones de los sindicatos. Aunque el 29 de septiembre el país se paralizó y más de un millón de personas salieron a la calle a exigir a Zapatero que rectificara, las políticas gubernamentales no se movieron un ápice. En 2002, una huelga similar obligó al PP a retirar su reforma laboral, el decretazo, para conservar su popularidad. No es el caso del PSOE, poco preocupado por los efectos de sus políticas en su imagen pública. Al fin y al cabo, su imagen pública no depende de algo concreto como una reforma laboral impopular o una reforma fiscal injusta, sino de algo tan etéreo como un logo, una marca, un espacio privilegiado en el imaginario colectivo.

Después nos hemos enterado (por medio de los famosos cables de Wikileaks, publicados aquí por un periódico de línea socialista, que no progubernamental) de que el Ministerio de Justicia cedió a las presiones estadounidenses para dejar en el limbo el asesinato del cámara José Couso y los vuelos de la CIA en territorio español, en un acto de servilismo tan vergonzoso como el que abandonó a los saharauis a su suerte y remachó la política de apaciguamiento hacia Marruecos. Y hubo una huelga de controladores aéreos que se resolvió manu militari, decretando el estado de alarma por primera vez desde la muerte de Franco. Todo por la patria, incluso el esquirolismo por obediencia debida.

Ahora Miguel Sebastián, el que parecía el más progresista de los ministros, ha decidido subir a la luz un 10%, para que los ciudadanos mantengamos el tren de beneficios de las grandes empresas eléctricas. Y parece que al final habrá que jubilarse a los 67 años, mientras la tasa de paro juvenil sigue creciendo, con oposición social o sin ella. Y el PSOE se seguirá considerando progresista. No importa la realidad. Importa la imagen, el logo. Está la izquierda y está la derecha. El PSOE es la izquierda. No importa que su actuación sea de derechas. Y no hay más que hablar.