martes, 20 de noviembre de 2018

Plata y ‘fariña’, drogas y política

Desde las confesiones de Thomas de Quincey a los panegíricos de Baudelaire, la droga siempre ha dado mucho de sí en la creación artística. Estaba –y está presente- en la literatura, en la música, en el cine y,  como no podía ser menos, tiene un peso importante en las series, el décimo o undécimo arte, la expresión audiovisual (junto a los vídeos de YouTube) por excelencia de la posmodernidad. 

Pero al contrario de lo que es habitual en las otras expresiones artísticas,  la relación entre droga y política aparece con mucha frecuencia en las series. Estaba en la ya clásica The Wire (la mejor serie que el autor de estas líneas ha visto), se toca de pasada en Breaking Bad y entra de lleno en la historia de Narcos y en la de la española Fariña

Es uno de los valores de ambas series, el de mostrar una dimensión sociopolítica de la merca que muchos espectadores desconocían hasta el momento. Con errores y limitaciones, pero menos es nada. 

Se ve en Fariña, donde nos plantean a las claras cómo alcaldes, jueces y hasta presidentes autonómicos hacen la vista gorda o colaboran de lleno en el tráfico de hachís y cocaína que convirtió Galicia en el puerto franco de la droga en la Europa de los 80. Hay incorrecciones, eso sí, como cuando se asocia la fariña a los miles de jóvenes destruidos por la toxicomanía. Sin pretender menospreciar los efectos negativos de la cocaína, lo cierto es que la droga que machacó a los yonkis de los 80 fue la heroína, y esa no entraba fundamentalmente por Galicia, sino por el País Vasco. 

 Tiene además la heroína una dimensión sociopolítica más profunda, puesto que proliferó principalmente en los barrios obreros en una época de efervescencia política y reconversiones industriales. No faltan quienes establecen una relación causa-efecto entre una situación prerrevolucionaria, el boom de la heroína y la posterior desmovilización política de las capas bajas de la sociedad. Sucedió en Estados Unidos a principios de los años 70, cuando el activismo de los Panteras Negras en los barrios negros dejó paso a los trapicheos de los Crips y la aparición de centenas de yonkis desesperados por una dosis. El boom de la heroína en EEUU le vino de miedo al establishment: los potenciales jóvenes revolucionarios ya sólo se interesaban por su próxima dosis y la creciente inseguridad ciudadana arrojó a las personas de bien en manos de los neoconservadores de Reagan. 

 Algo parecido pasó en la España de los 80: a UCD primero y al PSOE después les resultaba bastante más sencillo lidiar con yonkis y camellos que con subversivos y terroristas. Los miles de zombis que deambulaban por los cascos viejos degradados de las ciudades y los guetos chabolistas de las periferias eran un daño colateral bastante asumible. Todo esto no se ve en Fariña, pero la soledad del guardia civil enfrentado casi en solitario a unos capos de la droga demasiado poderosos para él sí representa bastante bien lo que se vivía en muchas comisarías y unidades antidroga reales de la época. 

  La dimensión geopolítica del tráfico internacional de drogas se ve mucho mejor en Narcos. La serie sobre las andanzas de Pablo Escobar y su famoso “plata o plomo”, el cártel de Cali y los traficantes mexicanos revela el papel de las agencias estadounidenses en el narcotráfico. Aunque la serie dirigida por el ultraderechista José Padilha barre para la DEA y los militares colombianos, sí permite entrever el trasfondo de intereses estratégicos en los años del polvo blanco de los 80. El carácter izquierdista de Escobar, sus malhadadas ambiciones políticas, sus vínculos con los guerrilleros –a los que utiliza malamente-, el papel de países amigos y enemigos de los EEUU en la entrada de coca a territorio estadounidense… son pinceladas que permiten al espectador avezado entrever hasta qué punto la droga era un recurso más en el tablero mundial de la Guerra Fría. 

 Narcos menciona al coronel Noriega, un anticomunista salido de la Escuela de las Américas para gobernar Panamá con mano férrea y que acabó cayendo en desgracia cuando Reagan empezó a considerar el tráfico de cocaína, del que Noriega era un activo protector, un problema más acuciante que el control del Canal. Se trata también, aunque de pasada, la cuestión nicaragüense, y cómo ese mismo narcotráfico que tanto preocupaba al Tío Sam era también una importante forma de financiación de los contrarrevolucionarios de la Contra, mano ejecutora de EEUU en la guerra contra los sandinistas de Daniel Ortega. 

Del papel que tuvo la heroína en la financiación de otros aliados de Reagan en su cruzada global contra el peligro rojo, los muyaidines afganos, no se habla en Narcos, aunque el patrón es el mismo: la droga como jugoso negocio en manos de aliados un tanto oscuros de EEUU en el Tercer Mundo y, al mismo tiempo, como problema número uno en las calles de Occidente. Habrá que esperar a la cuarta temporada, ambientada en los ultraviolentos cárteles mexicanos, para ver hasta qué punto se tocan los orígenes de algunos de esos cárteles, como los famosos Zetas, en la Escuela de las Américas. Los Zetas nacieron de un grupo de militares del Ejército mexicano destinados a combatir a los insurgentes zapatistas del EZLN a mediados de los 90. Droga, contrainsurgencia y tiros al sur del Río Grande una vez más. 

La contribución del negocio de la droga a la multiplicación exponencial de la corrupción y la violencia en México, hasta el punto de convertirlo prácticamente en un Estado fallido, también es algo a analizar. Así como el papel que juegan los cárteles en la sustitución del orden omnímodo del PRI, que convirtió México en una gigantesca red clientelar durante 70 años y que, como la naturaleza aborrece el vacío, al desaparecer ha sido sustituido por un pandemonium de capos de la droga, que como señores de la guerra o aristócratas feudales, se reparten el país a tiros. Pobreza, represión, geoestrategia… uno de los vicios más arraigados en el ser humano también es, uno más, un elemento que tiene mucho que ver con la política.