jueves, 24 de febrero de 2011

Túnez, Egipto… ¿Se acabó el fin de la Historia?


Durante 20 años, nos habíamos resignado a lo que Francis Fukuyama definió en 1986 como “el fin de la Historia”. Tras la caída de los regímenes socialistas del Este de Europa, el capitalismo quedaba como vencedor de la partida ideológica que se había venido jugando en el mundo desde principios del siglo XX. Ya no había alternativas, ya no había antítesis, ya no había posibilidad de cambio, ni evolución, ni revolución, ni hostias. Bueno, hostias sí, pero eso eran guerras periféricas: Congo, Chechenia y demás. Sólo había un cómo, el capitalismo en versión acelerada; un dónde, el mundo globalizado; y un cuándo, atemporal y eterno, como indicaba el fin de la Historia.

Han pasado 20 años y, efectivamente, han cambiado pocas cosas. No ha habido alternativas , más allá del surgimiento del movimiento antiglobalizador en la Batalla de Seattle de 1999, y rebeliones esporádicas y muy localizadas como los zapatistas de Chiapas y el Movimiento Sin Tierra brasileño. El único contrapoder al turbocapitalismo globalizado ha sido el fanatismo religioso de Bin Laden y sus congéneres, tan poco liberador o incluso menos que su alternativa ¿laica? occidental.

No ha habido revoluciones, salvo la mal llamada “revolución naranja” de Ucrania, organizada por la CIA para deponer a un mandatario proruso y contrario a la OTAN. Parecía acabado el tiempo de las revoluciones populares, iniciado en París en 1789. Si no había posibilidad de cambio, no quedaba otra salida que resignarse, adaptarse o plantearse una revolución individual y cotidiana que podía cambiar mi vida, pero no el mundo.

En ésas andábamos, con el Departamento de Estado y la Fox dictaminando qué regímenes son democráticos y cuáles no, en qué países el pueblo estaba dignamente representado y en cuáles sufría la tiranía de un Gobierno ilegítimo. Y el pueblo veía, sufría y callaba.

Hasta que llegó Mohamed Buazizi, un joven comerciante tunecino que se quemó a lo bonzo para denunciar los desmanes de la policía. Las llamas prendieron la mecha de la revuelta y un histórico 14 de enero caían el dictador Ben Alí y su régimen, ejemplo de democracia y modernidad para las potencias y los medios europeos durante años. Y esta vez sí, parecía que la revolución no se podía parar. Siguiendo el ejemplo de los tunecinos, un millón de egipcios tomaron la plaza Tahrir para poner fin a la dictadura de Hosni Mubarak, que había regido Egipto bajo un estado de excepción durante 30 años, con el aplauso y el apoyo de Estados Unidos e Israel. Pretendió Mubarak ignorar primero y pasar por encima de los revolucionarios después, pero el poder del pueblo, en esta ocasión, también fue más fuerte que el del tirano, y el hombre que traicionó la herencia de Nasser hubo de huir.

Y Egipto no ha sido la última revolución en el mundo árabe. Yemen, Bahrein, Libia… ¿Marruecos? Una tras otra, las satrapías de Oriente Medio y el Norte de África se tambalean ante el empuje de sus pueblos. Sociedades jóvenes y pobres, pero suficientemente informadas vía Al Yazira e Internet, y ahora concienciadas de que no es inevitable agonizar bajo un régimen despótico. Ellos han tenido la valentía de plantar cara a sus opresores y tomar las riendas de su presente y su futuro. Han demostrado al mundo que las cosas pueden cambiar y que el inamovible fin de la Historia era sólo un paréntesis, un Kit-Kat suministrado por el complejo industrial-mediático.

En Europa, en América, surge la pregunta: ¿y ahora qué? Nos toca a nosotros responder. Decidir si nos quedamos en la mezcla de admiración y envidia hacia tunecinos y egipcios, o si continuamos por la senda abierta por ellos. La Historia no finaliza, empieza ahora. Si los pueblos árabes se enfrentan a los tanques y las balas de regímenes totalitarios, ¿qué no podremos hacer los habitantes del mundo occidental frente a unos Gobiernos sobre los que, en cierta medida, tenemos algún poder? Asumir que el futuro es nuestro, o resignarnos de nuevo.