Hace tres años hubiera dado cualquier cosa por volver a la montaña rusa de las emociones. Y este año, sin poder preverlo, de repente el caos me cercó, me sacudió, me zarandeó, pasó silbando entre mis neuronas como el viento de aquel miércoles pluvioso de marzo cuando empezó todo.
Armado de mi fortaleza mental, lo expulso de mi cerebro, pero se instala en mi estomago, desciende hacia mis piernas y sale para volver a revolotear a mi alrededor. Lo curioso es que, por muchos problemas que me cause, lo prefiero a la rutina y a la anomia, a la falta de ilusión. Desasosegado pero feliz estaba, en resumen, un miércoles de Champions en que encima ganaba el Barça.
Y en esto que me acordé de estos versos que escribí siete años antes, y que estaban de nuevo de plena actualidad:
“No tengo miedo a sentir
No tengo miedo a creer
ni a soñar
No tengo a miedo a volver a llamar a la puerta
sin saber si da al cielo o al infierno
No tengo miedo a la montaña rusa
ni a las sombras de lo desconocido
ni a la luz de la anábasis
ni a las hostias del futuro
No tengo miedo
porque el miedo mata la mente
y el alma
y son lo único que tengo”
... Y, una semana después, me limité a sonreírla mientras sus ojos chispeaban, porque no me atrevía a decirle que me subía a la cabeza una euforia loca cada vez que la veía, encantado de estar en presencia de una de las mujeres mas alucinantes que había conocido.
Y me decidí a soñar mas fuerte, hasta que el sueño, por mas hermoso que sea, se convierta en realidad.
Pero, cuando las puertas del cielo estaban abiertas delante de mí, y en su interior adivinaba campos eternos de fresas y colinas mandarinas, las cerré de un portazo. No fuera a ser que, por una vez en la vida, la felicidad me fuera definitivamente concedida.
Y clamé que hay muchas emociones positivas en la vida, pero ninguna es comparable a la de ser el dueño de ti mismo.
Y me encontré en una de esas veces en que no sabes si decir “de buena me he librado” o “acabo de cometer uno de los errores mas graves de mi vida”.
Y de pronto, en pleno conflicto, ella se avergonzó. Cuando de repente tomó conciencia de su debilidad. Pero le salió la mala leche, esa mala leche destructora que siempre la acompaña y siempre la acompañará. Una mala leche que solo la perjudica a ella, por la que siempre sale perdiendo…
Y por la que perdí yo también, porque para entonces me había dado cuenta de que, pese a todo y con todo, todavía la amaba.
Y llega el momento en que la última llamada perdida de la persona amada desaparece de la pantalla de últimos mensajes, y el chat que mantenías con ella en Whatsapp queda sepultado por una veintena de conversaciones mas recientes. Es entonces cuando nada, absolutamente nada, más se puede hacer que abandonar toda esperanza y proceder a borrarla de tu memoria, quemando sus recuerdos con adrenalina y vodka.
Y, ahora que lo miro con más perspectiva, me doy cuenta de que, cada vez que estaba con ella, sentía como si una mezcla de anfetamina y dinamita circulara por mis venas. Una sensación maravillosa y muy intensa, pero que, me temo, imposibilitaba establecer una relacion a largo, o ni siquiera a medio, plazo.
Y la echo de menos. Y tengo la sensación de que la echaré de menos hasta el fin de mis días. De que cada amanecer de martes, cada tarde de domingo, cada sábado de resaca la sentiré muy, muy cerca… Pero no estará allí. No me despertaré en sus brazos, nunca dormiré junto a ella, no recuperaré la felicidad y la calma y el sueño, no compartiré con ella una y mil palabras, una y mil inquietudes, uno y mil planes, una y mil vivencias. No habrá más tardes de risas y cervezas. No habrá más ilusiones, desde el momento en que cerré de un portazo las puertas del cielo.
miércoles, 26 de diciembre de 2018
martes, 20 de noviembre de 2018
Plata y ‘fariña’, drogas y política
Desde las
confesiones de Thomas de Quincey a los panegíricos de Baudelaire, la droga
siempre ha dado mucho de sí en la creación artística. Estaba –y está presente-
en la literatura, en la música, en el cine y,
como no podía ser menos, tiene un peso importante en las series, el
décimo o undécimo arte, la expresión audiovisual (junto a los vídeos de
YouTube) por excelencia de la posmodernidad.
Se ve en Fariña, donde nos plantean a las claras cómo alcaldes, jueces y hasta presidentes autonómicos hacen la vista gorda o colaboran de lleno en el tráfico de hachís y cocaína que convirtió Galicia en el puerto franco de la droga en la Europa de los 80. Hay incorrecciones, eso sí, como cuando se asocia la fariña a los miles de jóvenes destruidos por la toxicomanía. Sin pretender menospreciar los efectos negativos de la cocaína, lo cierto es que la droga que machacó a los yonkis de los 80 fue la heroína, y esa no entraba fundamentalmente por Galicia, sino por el País Vasco.
Tiene además la heroína una dimensión sociopolítica más profunda, puesto que proliferó principalmente en los barrios obreros en una época de efervescencia política y reconversiones industriales. No faltan quienes establecen una relación causa-efecto entre una situación prerrevolucionaria, el boom de la heroína y la posterior desmovilización política de las capas bajas de la sociedad. Sucedió en Estados Unidos a principios de los años 70, cuando el activismo de los Panteras Negras en los barrios negros dejó paso a los trapicheos de los Crips y la aparición de centenas de yonkis desesperados por una dosis. El boom de la heroína en EEUU le vino de miedo al establishment: los potenciales jóvenes revolucionarios ya sólo se interesaban por su próxima dosis y la creciente inseguridad ciudadana arrojó a las personas de bien en manos de los neoconservadores de Reagan.
Algo parecido pasó en la España de los 80: a UCD primero y al PSOE después les resultaba bastante más sencillo lidiar con yonkis y camellos que con subversivos y terroristas. Los miles de zombis que deambulaban por los cascos viejos degradados de las ciudades y los guetos chabolistas de las periferias eran un daño colateral bastante asumible. Todo esto no se ve en Fariña, pero la soledad del guardia civil enfrentado casi en solitario a unos capos de la droga demasiado poderosos para él sí representa bastante bien lo que se vivía en muchas comisarías y unidades antidroga reales de la época.
La dimensión geopolítica del tráfico
internacional de drogas se ve mucho mejor en Narcos. La serie sobre las andanzas de Pablo Escobar y su famoso
“plata o plomo”, el cártel de Cali y los traficantes mexicanos revela el papel
de las agencias estadounidenses en el narcotráfico. Aunque la serie dirigida
por el ultraderechista José Padilha barre para la DEA y los militares
colombianos, sí permite entrever el trasfondo de intereses estratégicos en los
años del polvo blanco de los 80. El carácter izquierdista de Escobar, sus
malhadadas ambiciones políticas, sus vínculos con los guerrilleros –a los que
utiliza malamente-, el papel de países amigos y enemigos de los EEUU en la
entrada de coca a territorio estadounidense… son pinceladas que permiten al
espectador avezado entrever hasta qué punto la droga era un recurso más en el
tablero mundial de la Guerra Fría.
Narcos
menciona al coronel Noriega, un anticomunista salido de la Escuela de las
Américas para gobernar Panamá con mano férrea y que acabó cayendo en desgracia
cuando Reagan empezó a considerar el tráfico de cocaína, del que Noriega era un
activo protector, un problema más acuciante que el control del Canal. Se trata
también, aunque de pasada, la cuestión nicaragüense, y cómo ese mismo
narcotráfico que tanto preocupaba al Tío Sam era también una importante forma
de financiación de los contrarrevolucionarios de la Contra, mano ejecutora de
EEUU en la guerra contra los sandinistas de Daniel Ortega.
Del papel que tuvo la heroína en la
financiación de otros aliados de Reagan en su cruzada global contra el peligro rojo, los muyaidines afganos, no
se habla en Narcos, aunque el patrón
es el mismo: la droga como jugoso negocio en manos de aliados un tanto oscuros
de EEUU en el Tercer Mundo y, al mismo tiempo, como problema número uno en las
calles de Occidente. Habrá que esperar a la cuarta temporada, ambientada en los
ultraviolentos cárteles mexicanos, para ver hasta qué punto se tocan los
orígenes de algunos de esos cárteles, como los famosos Zetas, en la Escuela de
las Américas. Los Zetas nacieron de un grupo de militares del Ejército mexicano
destinados a combatir a los insurgentes zapatistas del EZLN a mediados de los
90. Droga, contrainsurgencia y tiros al sur del Río Grande una vez más.
miércoles, 23 de mayo de 2018
Estoy en esto por la ilusión, no estoy en la ilusión por esto
Uno siempre tiene sueños,
prácticamente desde que nace. Sueñas con que mamá te dé un beso, con
que papá te dé la merienda, con andar como mamá y papá, con comer lo
que comen los mayores, con ir a la guardería para jugar con tus
amigos, con que llegue el viernes, con que lleguen las vacaciones,
con que te compren una bici, con aprobar, con ver a la chica que te
gusta en clase, con gustarle, con perder la virginidad, con beber
como los mayores, con que llegue el finde, con ir a la universidad,
con que se acabe la universidad, con encontrar un curro, con que te
toque la lotería y dejar el curro... Son sueños individuales,
algunos pequeños, otros directamente cutres, pero que cimentan la
felicidad porque son los que alimentan la ilusión del día a día.
Luego están los sueños sociales, más
complejos, porque ni su materialización ni su propia naturaleza
dependen sólo de ti. Ser aceptado, ser respetado, ser valorado, ser
querido, ser amado... por tu propia familia, por tus compañeros de
clase, por los colegas de curro, por tus amigos, por aquella con
quien quieres formar tu familia un día y dar continuidad a la
rueda...
Y, cuando el alma de uno mira un poco
más arriba, hacia las estrellas que nombraba Oscar Wilde, los sueños
se elevan. Y aparecen los grandes sueños, la paz mundial, ningún
ser humano con hambre, ningún ser humano sin casa, bosques limpios,
animales a salvo, un mundo mejor...
Y te das cuenta de que no eres el
único, de que hay otros seres a tu alrededor que también quieren un
mundo mejor. Y te sientes menos solo, menos raro, y la ilusión
crece: ya no sólo se nutre de tus sueños, también recibe parte de
la energía de los demás. Y los sueños se transforman en proyectos,
y te lanzas a intentar hacerlos realidad, pleno de ilusión,
convencido de que juntos todo es posible.
Y dedicas tu tiempo, tu esfuerzo y tu
energía a trabajar en un sueño. No recibes nada a cambio, te
alimentas sólo de ilusión, y con eso te basta. Sabes que estás
haciendo lo que debes hacer, lo que quieres hacer, que una legión
-pequeña o grande, casi siempre pequeña pero eso no te importa- te
acompaña, de que no eres imprescindible pero sí importante como
todos los demás, de que no caminas solo, de que los tuyos están a
tu lado, de que te empujarán cuando flaquees, de que te levantarán
cuando caigas, de que siempre habrá alguien para recitarte el poema
de Benedetti -“no te rindas, por favor, no cedas”- cuando vengan
mal dadas, algo que más pronto que tarde siempre llega.
Y la ilusión te mantiene día a día.
Tus grandes sueños colectivos ocupan una parte importante de tu
vida. Hasta que empiezas a darte cuenta de que algunos de ellos a
casi nadie importan, ni siquiera a sus principales beneficiarios; de
que otros son directamente irrealizables; de que la barrera que
separa al resto de su materialización es alta y difícil de
traspasar, cual muro de Adriano. Pero piensas que al menos estás
haciendo lo correcto, y -de nuevo- que no estás solo.
Y un día descubres con
pánico que sí lo estás, que los que te acompañan no creen que
estés haciendo lo correcto; que de hecho piensan que lo que haces,
desde tus opiniones hasta tu trabajo, son una mierda pinchada en un
palo. Y por si el desprecio no fuera suficientemente doloroso,
descubres otro día que ni siquiera confían en ti, que dicen que te
mueven intereses que poco tienen que ver con los grandes sueños, que
el beneficio personal y el ego son lo único que te importa. No te
discuten, te difaman. Como dice don Daniel Bernabé, entre los tuyos
hay hermanos pero también hay judas.
Y es ese día cuando la ilusión, lo
más importante, lo que cimentaba tu trabajo, se rompe. Y avanzas
unos cuantos metros más, unas cuantas semanas más, movido por la
inercia, soñando -en vano esta vez, y lo sabes- con estar
equivocado, con que la situación se pueda reconducir, con que todo
haya sido una serie de malentendidos... Pero ya no hay solución.
Perdida la ilusión, ya nada tiene sentido.
Y llega el momento de abandonar; de no
dedicar más tiempo, más trabajo ni más energías a un proyecto en
el que ya no crees y que ya no cree en ti; de dejar que aquellas
personas que veían en tu inocente “todos somos iguales, todos
pintamos lo mismo” una amenaza para su autoridad y para sus planes
se queden como amos del chiringuito; de que cada cual se salve a sí
mismo...
Al fin y al cabo, la ilusión mantiene
la vida y no al revés. Roto el sueño, sólo queda abandonarlo como
una parte dolorosa del pasado, y buscar otro nuevo... si lo hay.
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