Existe a mi juicio una diferencia esencial entre las
protestas de Ucrania, o las de la Primavera Árabe, y las que acontecen en el
mundo occidental, que afecta directamente a sus objetivos y a sus posibilidades
de éxito. Una diferencia derivada de la propia estructura política de los
países.
Tanto en Túnez como en Egipto, o incluso en Ucrania, existía una identificación entre los
gobernantes y el sistema político del país. El presidente Yanukovich y los
dictadores Mubarak y Ben Alí representaban no sólo a un sector del país, sino
todo un sistema. Una democracia orientada a Rusia en el primer caso. Dictaduras
prooccidentales en el segundo. En los tres casos, la caída del presidente
supone la caída del sistema; son dirigentes sistémicos por así decirlo.
En Europa Occidental, y en España en concreto, no sucede
así. El partido en el Gobierno y el principal partido de la oposición forman
parte del mismo sistema de democracia representativa de libre mercado. Si, por
un casual, cae uno como consecuencia de unas protestas especialmente intensas,
el otro toma el relevo y continúa con unas políticas muy similares en lo
esencial; quizás algo menos dañinas para el pueblo, pero en ningún caso se
podría hablar de cambio de régimen.
Digo por un casual porque la población española en general
siente una fobia hacia la violencia que no poseen los ucranianos –ni los
alemanes, ni los griegos, ni los italianos-, y además los antisistema de aquí carecen de los apoyos mediáticos, económicos
y morales que sí disfrutaron los rebeldes de Maidan (recuerden que todo un consejero autonómico madrileño
aplaudía en Twitter una foto de una sede incendiada del Partido Comunista
ucraniano; ¿se imaginan sus tuits si la sede quemada hubiera estado en Parla,
no en Kiev, y perteneciera al PP?).
Pero aun con un estallido repentino de violencia como el de
Gamonal el pasado enero pero a gran escala, o mejor, con una movilización
pacífica y sostenida en el tiempo de 15 millones de personas, la dimisión del
Gobierno del PP sería improbable. Y de producirse, conduciría a unas elecciones
anticipadas, en el que el resultado –victoria por la mínima de Rajoy, victoria
por la mínima de Sánchez o empate técnico y Gobierno de coalición entre ambos-
no significaría cambios sustanciales, ni en el sistema político, ni en el
económico, ni en el día a día de las personas.
Habrá quien, ilusionado desde mayo con Pablo Iglesias y los
suyos, me diga: “Pero ahora está Podemos”. No negaré que el planteamiento
político y económico de Podemos, como el de sus colegas griegos de Syriza,
supone un cambio esencial respecto a los llamados partidos sistémicos. Eso sí,
una cosa es lo que se quiere y otra lo que se puede. El mundo será todo lo
globalizado que usted quiera, pero el poder político y económico –a la espera
de ver el desarrollo de los BRICS- está concentrado en media docena de países
occidentales. Un cambio sistémico prooccidental, como el visto en Ucrania,
tiene muchas probabilidades de afianzarse. Una revolución de signo contrario lo
tiene bastante más complicado; véase el caso de Allende en Chile o el más
reciente de Venezuela.
Así las cosas, los que sueñen con una Primavera Española harían bien en irse olvidando de ello. O mejor, en
replanteárselo. Cambiar el sistema de un golpe desde abajo en un solo país,
pacífica o violentamente, es harto difícil. Mantener esos cambios es
prácticamente imposible. No es este un análisis necesariamente progresista: la revolución
neoconservadora de Reagan y Thatcher en los
80 no se hizo de un día para otro, fue un cambio gradual, más asumible para los
perjudicados, cuya materialización sólo hemos visto de verdad en el último
lustro.
¿Qué hacer pues? Si no se puede cambiar de golpe, hagámoslo
poco a poco. Frenemos primero el retroceso político y social. Avancemos paso a
paso después. Preparemos a la gente mientras tanto. Creemos estructuras
paralelas que funcionen como alternativa –económica fundamentalmente-. Y, sobre
todo, no nos quedemos solos.
Por mucho que España llegara a estar en el top 10 de las economías
mundiales, no es Rusia ni China, no puede mantener un sistema propio por sí
misma. Los problemas de descomposición del Estado del Bienestar –que aquí nunca
llegó a funcionar del todo, dicho sea de paso- no son exclusivos de España; las
soluciones tampoco. Toda alternativa, por tanto, pasa por la alianza con
fuerzas similares de Grecia, de Italia, de Portugal; incluso, más a largo
plazo, de Latinoamérica y Asia. Sin un proceso de cambio progresivo –valga la
redundancia- y paralelo al de otros países estamos condenados a jalear desde la
distancia otras revoluciones, incluidas las que sólo han traído misticismo y
tiranía.