Existe una corriente de opinión tendente
a considerar el consenso como el estado natural del ser humano. No negaré la
existencia del consenso; existe, se ha dado y se da, la historia y la vida
cotidiana están llenas de ejemplos de consenso, pero como modo de solucionar el
conflicto, no como el modo de relación que tenemos por defecto las personas.
Las relaciones humanas –interpersonales,
sociales, políticas, internacionales- están marcadas por el conflicto. Desde los
choques entre las tribus de Anatolia y el Imperio Hitita hasta la guerra de
civilizaciones que vivimos hoy en día, desde el empresario que obliga a
trabajar horas extra gratis a sus trabajadores al macho ibérico (y no sólo
ibérico) que le dice a su novia cómo tiene que vestir y a qué amigos puede ver
y a cuáles no. El conflicto, el choque de intereses, el intento de imponer la
voluntad de unos a los otros, marca la existencia de todo animal, incluido el
más evolucionado de los primates superiores.
Claro que el consenso ha servido muchas
veces para resolver conflictos, aunque eso no indica que sea ni mucho menos el
único modo de hacerlo. En ocasiones, ni siquiera es el mejor. Es difícil
plantear una solución de consenso entre los deseos de un tipo armado con una
navaja y los de su víctima conminada a entregarle el reloj, la cartera y el
móvil. O se los entrega, o no se los entrega y recibe un navajazo en la
barriga, o –si la víctima sabe jiu-jitsu- le aplica una llave y pisotea el
cráneo de su atracador cuando este está en el suelo. Ninguna de las tres
soluciones podría considerarse consensuada, todas suponen la resolución del
conflicto –el atraco- de forma que uno gana y otro pierde, en las tres existe
la imposición de los intereses de una de las partes implicadas sobre la otra.
Podría argüirse que las relaciones
socioeconómicas no son un atraco. Podría argumentarse que hubo una época dorada
de las sociedades occidentales, no tan lejana, fundada en el consenso, en la
que una parte de la población trabajaba duro y, a cambio, recibía una
compensación justa por su contribución a la creación de riqueza para el país,
que le permitía vivir de manera digna. El consenso socialdemócrata, lo llaman.
Olvidan los defensores de este modelo
–aparte de la existencia de capas más o menos amplias de población marginada
que nunca disfrutaron de sus virtudes- que ese consenso no es ni mucho menos la
condición natural de la sociedad europea. Antes bien, se llegó a él como una
manera de impedir que volvieran a repetirse la destrucción y las atrocidades
que los numerosos conflictos –entre países, entre religiones, entre clases y
entre razas- de siglos anteriores habían acarreado a Europa. Y olvidan también
que, en parte, ese consenso estaba basado en el miedo, más que en el resultado
de un proceso racional o emocional que concluyera que era mejor vivir en
armonía respetando los intereses y derechos de todo el mundo.
Miedo de las élites económicas y
políticas a que la creciente beligerancia y organización de los trabajadores, unida
a la consolidación del socialismo en un bloque transnacional, acabara por
arrojarlas al fango. Miedo de los trabajadores, después, a perder los derechos
y beneficios conquistados durante años (la actitud del PCF, reacia a sumarse a
la revolución de mayo de 1968, es muy reveladora). Y miedo en general a sufrir
más guerras devastadoras. El resultado lo conocemos: alianza europea, Estado
del bienestar, democracia parlamentaria, economía de mercado…
Pues bien. Con sus defectos y sus
virtudes, ese consenso se rompió hace tiempo. Empezó a romperse con la crisis
del petróleo del 73, cuando los que más tenían se dieron cuenta de que la
riqueza que puede generar el planeta es limitada y que tarde o temprano para
ellos repartir la riqueza implicaría empobrecerse. Siguió rompiéndose cuando
Margaret Thatcher alcanzó el poder en Reino Unido en 1979 y en una década
liquidó al movimiento obrero. La caída del contrapoder soviético y el boom del
neoliberalismo globalizador –aplaudido por los partidos socialdemócratas- terminaron
de ahondar en esa ruptura. Hasta que en 2008 el consenso hizo crack.
Lo sabemos quienes sufrimos las
consecuencias de la llamada crisis. Ya nadie garantiza unas condiciones dignas
de vida. Si tienes pasta, puedes vivir como un pachá; si no la tienes,
reventarás como un perro trabajando por un sueldo de miseria, o en la puerta de
un hospital donde no atienden sin tarjeta sanitaria, o asfixiado en un incendio
doméstico. Sólo los losers no pueden
pagar la luz, dicen los adalides de la paz social.
Y en este contexto que Warren Buffett, el
tercer hombre más rico del mundo, define como un conflicto de clases en el que
los ricos, con la ventaja que les da haberlo iniciado, van ganando, muchos
intelectuales y políticos se hacen los sorprendidos porque el común de los
habitantes de Occidente ya no compra el mito del consenso. Los británicos
reventaron el sueño europeo en junio, los yanquis optaron por el discurso del
conflicto de Trump en noviembre y está por ver lo que pasará en las elecciones
presidenciales francesas.
En Oriente Próximo, el islam abierto y
progresista popularizado por Nasser ha dejado su sitio a un fanatismo religioso
propio del siglo XI. Su contraparte cristiana llama a expulsar a los musulmanes
de Europa y EEUU –en el mejor de los casos-. Y en Rusia y China, las potencias
geopolíticas emergentes de hoy en día, gobiernan Putin y Xi Jinping, dos
líderes que nunca han perdido el tiempo con mandangas consensuadas y que
cosechan admiración –sobre todo el primero- entre gentes de diversas ideologías
o de ninguna.
Les guste o no a los que siempre han
vivido en una burbuja plácida donde el más mínimo conflicto era
convenientemente filtrado y anulado, el consenso agoniza. Puede que la victoria
de Trump sea la escenificación de su muerte. Una muerte causada por los mismos
que lo convirtieron en mito, que engañaron al personal diciéndole que era la
condición humana natural aunque la realidad diaria de ese personal mostrara lo
contrario, los que nunca creyeron en serio que fuera una forma –a veces la
mejor- de resolver los conflictos, sino que lo manejaban como una
representación que mantuviera engañados a los mismos a los que expoliaban,
machacaban y despreciaban. Ahora el conflicto vuelve con fuerza. El mito del
consenso no parece capaz de frenarlo. Y ante la disyuntiva de convertir ese
mito en algo real y beneficioso o canalizar el conflicto hacia un objetivo que
no sean ellos, parece que están apostando por lo segundo.