martes, 30 de diciembre de 2014

¿Por qué Ucrania sí y España no?

Anda el personal emocionado con el primer aniversario de la revolución o golpe de Estado de Ucrania (llámenlo como quieran, aunque yo nunca he visto al ABC celebrar el triunfo de una revolución en portada…). Ejemplo de fuerza, de unidad o de lo que sea, muchos se preguntan por qué los ucranianos consiguieron derribar a un Gobierno por la fuerza y aquí no podemos ni frenar un proyecto de ley.

Existe a mi juicio una diferencia esencial entre las protestas de Ucrania, o las de la Primavera Árabe, y las que acontecen en el mundo occidental, que afecta directamente a sus objetivos y a sus posibilidades de éxito. Una diferencia derivada de la propia estructura política de los países.

Tanto en Túnez como en Egipto, o  incluso en Ucrania, existía una identificación entre los gobernantes y el sistema político del país. El presidente Yanukovich y los dictadores Mubarak y Ben Alí representaban no sólo a un sector del país, sino todo un sistema. Una democracia orientada a Rusia en el primer caso. Dictaduras prooccidentales en el segundo. En los tres casos, la caída del presidente supone la caída del sistema; son dirigentes sistémicos por así decirlo.

En Europa Occidental, y en España en concreto, no sucede así. El partido en el Gobierno y el principal partido de la oposición forman parte del mismo sistema de democracia representativa de libre mercado. Si, por un casual, cae uno como consecuencia de unas protestas especialmente intensas, el otro toma el relevo y continúa con unas políticas muy similares en lo esencial; quizás algo menos dañinas para el pueblo, pero en ningún caso se podría hablar de cambio de régimen.

Digo por un casual porque la población española en general siente una fobia hacia la violencia que no poseen los ucranianos –ni los alemanes, ni los griegos, ni los italianos-, y además los antisistema de aquí carecen de los apoyos mediáticos, económicos y morales que sí disfrutaron los rebeldes de Maidan (recuerden que todo un consejero autonómico madrileño aplaudía en Twitter una foto de una sede incendiada del Partido Comunista ucraniano; ¿se imaginan sus tuits si la sede quemada hubiera estado en Parla, no en Kiev, y perteneciera al PP?).

 Pero aun con un estallido repentino de violencia como el de Gamonal el pasado enero pero a gran escala, o mejor, con una movilización pacífica y sostenida en el tiempo de 15 millones de personas, la dimisión del Gobierno del PP sería improbable. Y de producirse, conduciría a unas elecciones anticipadas, en el que el resultado –victoria por la mínima de Rajoy, victoria por la mínima de Sánchez o empate técnico y Gobierno de coalición entre ambos- no significaría cambios sustanciales, ni en el sistema político, ni en el económico, ni en el día a día de las personas.

Habrá quien, ilusionado desde mayo con Pablo Iglesias y los suyos, me diga: “Pero ahora está Podemos”. No negaré que el planteamiento político y económico de Podemos, como el de sus colegas griegos de Syriza, supone un cambio esencial respecto a los llamados partidos sistémicos. Eso sí, una cosa es lo que se quiere y otra lo que se puede. El mundo será todo lo globalizado que usted quiera, pero el poder político y económico –a la espera de ver el desarrollo de los BRICS- está concentrado en media docena de países occidentales. Un cambio sistémico prooccidental, como el visto en Ucrania, tiene muchas probabilidades de afianzarse. Una revolución de signo contrario lo tiene bastante más complicado; véase el caso de Allende en Chile o el más reciente de Venezuela.

Así las cosas, los que sueñen con una Primavera Española harían bien en irse olvidando de ello. O mejor, en replanteárselo. Cambiar el sistema de un golpe desde abajo en un solo país, pacífica o violentamente, es harto difícil. Mantener esos cambios es prácticamente imposible. No es este un análisis necesariamente progresista: la revolución neoconservadora de Reagan y Thatcher en los 80 no se hizo de un día para otro, fue un cambio gradual, más asumible para los perjudicados, cuya materialización sólo hemos visto de verdad en el último lustro.

¿Qué hacer pues? Si no se puede cambiar de golpe, hagámoslo poco a poco. Frenemos primero el retroceso político y social. Avancemos paso a paso después. Preparemos a la gente mientras tanto. Creemos estructuras paralelas que funcionen como alternativa –económica fundamentalmente-. Y, sobre todo, no nos quedemos solos.

Por mucho que España llegara a estar en el top 10 de las economías mundiales, no es Rusia ni China, no puede mantener un sistema propio por sí misma. Los problemas de descomposición del Estado del Bienestar –que aquí nunca llegó a funcionar del todo, dicho sea de paso- no son exclusivos de España; las soluciones tampoco. Toda alternativa, por tanto, pasa por la alianza con fuerzas similares de Grecia, de Italia, de Portugal; incluso, más a largo plazo, de Latinoamérica y Asia. Sin un proceso de cambio progresivo –valga la redundancia- y paralelo al de otros países estamos condenados a jalear desde la distancia otras revoluciones, incluidas las que sólo han traído misticismo y tiranía.