sábado, 11 de mayo de 2013

12-M, 15-M, año II (y bajando)

El reloj gira, el calendario da la vuelta y ya estamos en mayo otra vez. Hace ahora dos años empezaban a circular los primeros e-mails convocando a una manifestación pidiendo “democracia real ya”. Parecía a priori una manifa más para protestar por lo mismo que otras tantas veces: crisis económica, desigualdades sociales, precariedad laboral, falta de acceso a una vivienda digna, corrupción política, plutocracia… Pero algunos de los 3.000 que se manifestaron en Madrid el 15 de mayo de 2011 decidieron acampar en la Puerta del Sol y comenzó lo que se dio en llamar #Spanish Revolution. 
En los primeros días, la acampada creció como los hongos: 25.000 personas en Sol la víspera de las elecciones del 22-M, tiendas y más tiendas de campaña, puestos de información, comisiones de todo tipo… Recuerdo estar en Sol y sentirme unido por un nexo invisible a mis admirados egipcios de la Plaza Tahrir, luchadores como nosotros, en Twitter y en la calle, contra un sistema esencialmente injusto. 
Pasaron los días y a alguien/algunas se les ocurrió trasladar la asamblea de Sol a los pueblos y los barrios. La idea sonaba bien: multiplicar los focos de la revuelta y acercarla a la vida y al espacio cotidiano de los ciudadanos. Se apostó por un modelo horizontal, sin líderes ni representantes, como mucho moderadores y portavoces. Si nuestro deber era combatir al poder, también bien: al menos parecía coherente renunciar a la estructura de organización política que denunciábamos. Y, además, se decidió que las decisiones de las asambleas se tomarían por consenso: ya que la voluntad del luego llamado Movimiento 15-M era representar a la ciudadanía en su conjunto, había que integrar el máximo de opiniones y sensibilidades posible. Los cojones. 
Han transcurrido casi dos años. España no es Egipto (aunque la revolución egipcia tampoco ha salido del todo bien), ni Sol ha sido Tahrir. Donde había 25.000 personas hoy no dejan ni poner un puesto de información. Las famosas asambleas de barrios, con 500 personas en las primeras semanas, hoy reúnen, con suerte, a medio centenar. Muchas han desaparecido y otras son prácticamente un club de amiguetes que se reúnen para charlar de lo mal que va todo y lo guays que son ellos, con una mínima  repercusión en el barrio o el pueblo que les rodea (Alcorcón, for example). Las pocas que funcionan (en Madrid, Tetuán, Lavapiés, Usera o Arganzuela) pelean contra la fuga de simpatizantes y las disputas internas. El “No les votes” y el “No nos representan” vinieron seguidos del triunfo arrollador del PP en las elecciones municipales, autonómicas y generales, y el ascenso de partidos ultrapopulistas como UPyD.  
El 15-M, reducido a un movimiento casi anecdótico (ni siquiera fue capaz de convocar sus propias manifestaciones el 1º de Mayo), prepara su segundo aniversario como un medio de recuperar el impacto y la capacidad de convocatoria perdidas. Tarea, a mi juicio, muy difícil. 
Es difícil movilizar al personal cuando las reivindicaciones son inconcretas y etéreas, cuando no directamente desconectadas de los problemas de la gente. Una Comisión de Amor no puede resolver ningún problema social; como mucho resolvería problemas individuales y para eso se basta cada individuo. 
La obsesión por alcanzar el consenso a toda costa, por promover propuestas que puedan ser aceptadas por todo el mundo, es esencialmente imposible. Cada persona tiene sus propios intereses y puntos de vista. Algunos podemos renunciar a una parte de los mismos en beneficio de un proyecto común, pero ¿qué algunos? Aunque parezca mentira, hay a quien le va muy bien con el sistema actual, incluso con la crisis. ¿Qué banquero, especulador, político o millonario querría consensuar nada con los que quieren desmontar el sistema que los ha hecho ricos y poderosos? Idealistas e imbéciles aparte, ninguno. Y no sólo los poderosos. Basta con mirar cualquier foro de medios de comunicación como El Mundo para observar el cariño que se profesa a los miembros del 15-M. “Perroflautas”, “vagos”, “malolientes”, “rojos”, “sociatas” son los calificativos que nos dedican, entre petición y petición a Cristina Cifuentes para que saque a sus txakurras a la calle y nos den de hostias. ¿Qué consenso vamos a alcanzar con esa gente? Yo, desde luego, no pienso llegar a ninguno. 
Perdido en la confusión sobre el fondo -¿reiniciar el sistema o instalar uno nuevo?, ¿defender lo público o lo colectivo?-, el 15-M se hace intransigente en las formas. No se puede insultar a los que nos machacan, no se puede aplaudir, no se puede llevar banderas, no se puede beber cervezas en las manis… Si, como decía Raoul Vaneigem, el aburrimiento es contrarrevolucionario, entonces el 15-M nunca hará la revolución porque, batucadas aparte, es un muermo total. Da igual lo buenas que sean tus propuestas porque te encontrarás con manos cruzadas si te olvidas de hablar en femenino. La vía del conflicto está completamente descartada. Ni hablar de violencia, aunque sea en defensa propia, confundiendo así la legitimidad de los medios con la de los fines. Con una obsesión por el qué dirán propia de viejas de pueblo y pequeños burgueses, los gurús de las asambleas nos impiden ser nosotr@s mism@s para que las mentes bienpensantes no se molesten. Como si el discurso de la caverna no estuviera ya prefigurado.
Visto lo visto, no me sorprende que el movimiento que hace dos años presagiaba una primavera española haya quedado en unos centenares de hippies entregados al onanismo pseudorrevolucionario y unas decenas de resistentes dignos de toda mi admiración. Las manos agitadas al aire no han detenido los recortes, las páginas de Facebook y los hashtags no asustan a los bancos y la troika se mofa de las pancartas floreadas y los repeniques. No sirve para nada y encima ya no nos divertimos. 
Menos es nada, sin embargo, y al menos el 15-M ha servido de paraguas, enganche e hilo conductor a otros movimientos más concretos –y por qué no decirlo, más combativos-: mareas, afectados por la hipoteca, Detengamos Eurovegas… Aun así, me sigue asombrando el pavor que despierta entre las filas del PPSOE. Cristina Cifuentes sigue obsesionada con los infiltrados de la “izquierda radical” y Beatriz Talegón, entre la hoz y el Martini, proclama paranoicamente que detrás del movimiento se encuentra la derecha. Quizás el 15-M no esté tan mal, después de todo, y por lo menos sirva para meter miedo a los de arriba, poco fundado eso sí. A lo mejor el 12-M  me acerco a la mani, aunque sólo sea para gritar unas consignas ocurrentes antes de plantearme que si queremos seguir recibiendo atención sanitaria, un sueldo digno por trabajar y una pensión dentro de 30 años, deberíamos pensar en tomar otro camino.