Como cualquier alumno de Bachillerato medianamente aplicado
sabe, el marxismo es un sistema de pensamiento científico. Curiosamente, los
más leales al marxismo son los que más a menudo olvidan ese carácter científico
del pensamiento de Marx y más tienden a considerarlo un conjunto de dogmas de
fe, inamovibles, incuestionables e incriticables. Y el de la “clase obrera” es
uno de ellos.
Para empezar, el término “obrero” o “trabajador” corresponde
a una categoría principalmente económica, que toma un carácter social y
político, pero nunca a una categoría ética o moral. Eso se llama argumento ad pauperum y no es marxismo, ni
corresponde a ningún análisis socioeconómico razonable. De hecho, el propio
Marx, al referirse a los trabajadores, utiliza términos tan dispares como “clase”,
“alienación” y “lumpen”, y sólo el primero es positivo. Santificar a un tío
sólo por el hecho de que su único activo sea su fuerza de trabajo y no disfruta
del total de los beneficios generados por dicho trabajo es cualquier cosa menos
sensato, da igual si la perspectiva es marxista o no.
Desgraciadamente, la izquierda –y basándome en sus tesis,
considero a Monedero de izquierdas- no sólo tiene una querencia exagerada por
los dogmas, también por los mitos. Y el del obrero revolucionario de la Comuna de París, o del
Petrogrado de 1917, o de la
Barcelona de los años 20, con un arma en una mano y un libro
en la otra, es un mito. Quizá fuera real en 1930, o en 1950, pero hoy el
trabajador típico español no lee otra cosa que el Marca y en una mano lleva un smartphone con trap sonando a todo trapo y en la otra las llaves de un Seat León
tuneado. Naturalmente, son obreros, pero no son clase obrera, en el sentido de
que carecen de conciencia de clase.
¿Qué partido se puede hacer con esa gente? En el mejor de
los casos, ninguno, porque el personal pasa de política. Y en el peor, uno que
intente resolver los problemas eliminando diputados, quitándole la autonomía a
Cataluña y echando a los inmigrantes al mar, que es el discurso que más cala
entre los que a día de hoy componen el grueso de los trabajadores; no hay más
que ver los últimos resultados electorales.
Claro que, siendo serios, hay que reconocer que la
alienación no sale de la nada. Es fruto de una serie de estructuras
–superestructuras, las llamaba Marx- que vacían y llenan cerebros a su antojo y
convierten a cualquier persona sin una formación sólida en alguien incapaz de
ver más allá de sus narices, en alguien que besa la bota que le pisa, en
alguien que ama al opresor y odia al oprimido.
Ciertamente, dejarse alienar o no es responsabilidad de cada
uno. Pero también es cierto que gente poco formada es presa fácil de unos
manipuladores de cerebros mucho más y mejor preparados que ellos. Y
contrarrestar esa manipulación, frenar ese proceso masivo de alienación,
correspondería a los que sí poseen una cultura política sólida. Ahí es donde
cobraría sentido la queja de Monedero. Tenemos un partido compuesto, al menos en
sus cuadros superiores, de intelectuales y politólogos, gente con sólida
formación política, que a menudo tienden a hablar sólo para gente como ellos,
para la gente con la que llevan tratando casi en exclusiva desde hace dos o
tres lustros.
Cuando se oyen en sus bocas historias de “significantes
flotantes”, “núcleos irradiadores” o “significantes muertos”, me imagino no ya
la cara de un cani, sino la de una persona que se puso a trabajar al terminar
la secundaria y que no ha tenido la oportunidad –no sé si para bien o para mal-
de leer a Laclau. Personas lo suficientemente listas para darse cuenta de que
el jefe vive mejor mientras ellas viven peor y de la relación causa-efecto
entre ambos fenómenos, pero que difícilmente se sentirán atraídas por unos tíos
y tías que abusan del hermetismo en el lenguaje que históricamente ha
caracterizado el discurso de las clases dominantes.
Si quiere evitar que le pisoteen, todo obrero debería
empezar por tomar conciencia de que lo es y formarse políticamente. Muchos
miembros de los círculos de Podemos –más de lo que piensa Monedero- encajan en
esa categoría. Pero para los demás, convencer es una obligación de los
“líderes”. Sólo cuando desciendan al lenguaje y el argumentario de la gente de
la calle podrán quejarse de que las masas pasan y no escuchan. Sólo entonces,
cuando hablen como ella, serán verdaderamente, los “políticos de la gente”.