miércoles, 26 de diciembre de 2018

Y cerré de un portazo las puertas del cielo...

Hace tres años hubiera dado cualquier cosa por volver a la montaña rusa de las emociones. Y este año, sin poder preverlo, de repente el caos me cercó, me sacudió, me zarandeó, pasó silbando entre mis neuronas como el viento de aquel miércoles pluvioso de marzo cuando empezó todo.

Armado de mi fortaleza mental, lo expulso de mi cerebro, pero se instala en mi estomago, desciende hacia mis piernas y sale para volver a revolotear a mi alrededor. Lo curioso es que, por muchos problemas que me cause, lo prefiero a la rutina y a la anomia, a la falta de ilusión.  Desasosegado pero feliz estaba, en resumen, un miércoles de Champions en que encima ganaba el Barça.

Y en esto que me acordé de estos versos que escribí siete años antes, y que estaban de nuevo de plena actualidad:
“No tengo miedo a sentir
No tengo miedo a creer
ni a soñar
No tengo a miedo a volver a llamar a la puerta
sin saber si da al cielo o al infierno
No tengo miedo a la montaña rusa
ni a las sombras de lo desconocido
ni a la luz de la anábasis
ni a las hostias del futuro
No tengo miedo
porque el miedo mata la mente
y el alma
y son lo único que tengo”

... Y, una semana después, me limité a sonreírla mientras sus ojos chispeaban, porque no me atrevía a decirle que me subía a la cabeza una euforia loca cada vez que la veía, encantado de estar en presencia de una de las mujeres mas alucinantes que había conocido.

Y me decidí a soñar mas fuerte, hasta que el sueño, por mas hermoso que sea, se convierta en realidad. 

Pero, cuando las puertas del cielo estaban abiertas delante de mí, y en su interior adivinaba campos eternos de fresas y colinas mandarinas, las cerré de un portazo. No fuera a ser que, por una vez en la vida, la felicidad me fuera definitivamente concedida.

Y clamé que hay muchas emociones positivas en la vida, pero ninguna es comparable a la de ser el dueño de ti mismo.

Y me encontré en una de esas veces en que no sabes si decir “de buena me he librado” o “acabo de cometer uno de los errores mas graves de mi vida”. 

Y de pronto, en pleno conflicto, ella se avergonzó. Cuando de repente tomó conciencia de su debilidad. Pero le salió la mala leche, esa mala leche destructora que siempre la acompaña y siempre la acompañará. Una mala leche que solo la perjudica a ella, por la que siempre sale perdiendo…

Y por la que perdí yo también, porque para entonces me había dado cuenta de que, pese a todo y con todo, todavía la amaba.

Y llega el momento en que la última llamada perdida de la persona amada desaparece de la pantalla de últimos mensajes, y el chat que mantenías con ella en Whatsapp queda sepultado por una veintena de conversaciones mas recientes. Es entonces cuando nada, absolutamente nada, más se puede hacer que abandonar toda esperanza y proceder a borrarla de tu memoria, quemando sus recuerdos con adrenalina y vodka.

Y, ahora que lo miro con más perspectiva, me doy cuenta de que, cada vez que estaba con ella, sentía como si una mezcla de anfetamina y dinamita circulara por mis venas. Una sensación maravillosa y muy intensa, pero que, me temo, imposibilitaba establecer una relacion a largo, o ni siquiera a medio, plazo.

Y la echo de menos. Y tengo la sensación de que la echaré de menos hasta el fin de mis días. De que cada amanecer de martes, cada tarde de domingo, cada sábado de resaca la sentiré muy, muy cerca… Pero no estará allí. No me despertaré en sus brazos, nunca dormiré junto a ella, no recuperaré la felicidad y la calma y el sueño, no compartiré con ella una y mil palabras, una y mil inquietudes, uno y mil planes, una y mil vivencias. No habrá más tardes de risas y cervezas. No habrá más ilusiones, desde el momento en que cerré de un portazo las puertas del cielo.