domingo, 17 de octubre de 2010

La pastilla roja



Dicen que la verdad nos hace libres, aunque al buscarla seamos sus esclavos, y no es una frase exenta de razón. La verdad duele, nos hace daño, nos hace desear no haberla conocido nunca cuando es triste o agresiva y nos aleja de la felicidad. Pero también nos libera, nos da la ansiada independencia respecto a nuestros compromisos, a nuestras relaciones, a esas personas, esos grupos y esas instituciones a los que tantas veces guardamos fidelidad absoluta y obediencia ciega sin pararnos a pensar por qué nos piden esa obediencia y esa fidelidad y qué nos dan a cambio.

Es duro darse cuenta del engaño de los que creemos nuestros defensores, de la traición de los que consideramos nuestros amigos; es jodido descubrir que, pese a tanta milonga como le cuentan a uno todos los días, uno está solo, siempre lo ha estado, y siempre lo va a estar.

Pero ese descubrimiento traumático también es liberador. La vida es dura, y no hay otro remedio que enfrentarse a ella con esa dureza, sin filtros que nos la suavicen y nos la dulcifiquen, sin alas que no nos sirven para volar, sino para esconder la cabeza bajo ellas, pensando que si no reparamos en el mundo cruel, el mundo cruel no va a reparar en nosotros y va a pasar de largo sin tocarnos, como un ángel exterminador en día de huelga.

La existencia, entre otras muchas cosas, es un combate. Un combate contra la realidad exterior, claro está: contra jefes, políticos, policías, banqueros, contra todos esos malos de película de Ken Loach. Y también contra los nuestros, contra los que considerábamos los nuestros, al menos: amigos, familiares, pareja, personas que aparentemente están a nuestro lado de forma desinteresada, pero a los que mueven intereses y cálculos, que hacen lo que hacen a cambio de algo y que, como cazadores-recolectores de favores, emigraran hacia otras personas, hacia otros amigos, una vez conseguido de nosotros lo que esperaban, o al comprobar que de nosotros no pueden obtenerlo.

Aunque la vida no sólo es un combate contra los demás, contra cercanos y lejanos, conocidos y desconocidos. También, y sobre todo, es un combate contra uno mismo. Contra los propios defectos, contra las miserias, contra todo aquello que odiamos en los demás y nos negamos a reconocer como parte de nosotros, contra el miedo… Un miedo que mata la mente y nos paraliza, levanta una barrera invisible entre nosotros y nuestros sueños, o entre nuestros sueños y la materialización de los mismos. En muchas ocasiones conocerse no es amarse. Conocerte a ti mismo, como recomendaba el tito Sócrates, supone cargarse de argumentos para odiarte, pero también encontrar las vías para cambiar, para mejorar, para crecer.

Es imposible combatir a un enemigo si no se le conoce, o si, en una equivocación fatal, lo consideras como tu amigo. La ignorancia nos impide ver la verdad. Y el miedo, que nos susurra directamente al cerebro lo bien que se vive en la inopia, nos mantiene perennemente en la ignorancia. Miedo a conocer, miedo a luchar, miedo a cambiar. Miedo a reconocer que la vida no es como nos la cuentan, que a los que creemos nuestros amigos no les importamos una mierda, que los que dicen que velan por nosotros en realidad velan por ellos, miedo a sentirte utilizado, rechazado, maltratado, excluido, humillado…

Pero la vida, aunque hermosa, es dura, y negarse a verlo no cambia nada. Más bien ayuda a perpetuarlo todo. No nos convertimos en fines porque ignoremos que nos tratan como medios, no nos aman porque creamos que somos amados, los hambrientos no comen porque apartemos la mirada de su miseria, los presos no alcanzan la libertad porque ocultemos los muros de sus prisiones.

Es jodido tomarse la pastilla roja, abandonar el mundo de las sombras y prepararse para la anábasis. Y pudiera ser que no sirviera para nada. Pero la existencia es algo demasiado maravilloso como para pasarla en un universo paralelo de temores y mentiras. El primer paso, el desprendimiento del velo que tapa nuestros ojos, nos acerca a la verdad y nos prepara para la lucha. Y puede que algún día esa lucha dé sus frutos. Puede que del combate contra mí mismo salga una persona mejor, no desprovista pero sí menos dependiente de todas mis miserias. Puede que algún día aprenda a rodearme de otras personas que realmente merezcan la pena y responda al cariño con cariño y a las agresiones con agresiones, y no a la inversa. Puede que, unido a otros, transformemos el mundo injusto y opresivo que nos rodea en un mundo nuevo y dejemos de necesitar la idea de un paraíso fuera de la Tierra.

O puede que no. Pero, al menos, seré más sabio. Y más libre. No quiero más velos delante mis ojos. Por eso elegí la pastilla roja.


Dedicado a l@s que tuvieron la honestidad y la valentía de presentarme la verdad sin velos. Sois mi ejemplo.