jueves, 28 de diciembre de 2017

Fake news, neutralidad de la Red y puertas al campo

Prácticamente desde sus orígenes, Internet ha sido refugio de informaciones, opiniones y teorías al margen del discurso oficial de los mass media. Desde medios locales a blogueros de izquierdas, pasando por amantes del hentai y conspiranoicos. La Red se convirtió en el lugar donde encontrar todos aquellos hechos y datos que no aparecían en la televisión, la radio y la Prensa escrita, bien porque no interesaban a un público masivo, bien porque comprometían los intereses de gobiernos, anunciantes y propietarios de los medios.


Se diría que Internet era un paraíso donde por fin el ser humano podía informarse libremente y, como consecuencia, tomar decisiones más responsables y ser más libre, en definitiva. Siempre y cuando ese ser humano fuera capaz de separar el grano de la paja, la información alternativa de las meras chaladuras, claro. Cualquiera podía abrirse un blog en Blogger y contar sus ideas al mundo, y eso, para qué lo vamos a negar, tenía cierta magia: era igual de fácil teclear en la barra del navegador la dirección del New York Times que la de Indymedia o la página de Noam Chomsky.

Algunos, muy optimistas, llevan desde entonces diciendo que Internet supone la democratización definitiva de la información y el fin del monopolio de los grandes medios, controlados por corporaciones y estrechamente relacionados con gobiernos y entidades transnacionales. Y por ende, una amenaza seria al orden mundial capitalista surgido tras la caída del bloque socialista.

Otros, en cambio, veían todo ello demasiado bonito para ser verdad y se preguntaban cuánto podía durar esta dulce anarquía digital. Para mí, tal arcadia cibernética no era tal, puesto que la proporción entre información basura y datos reales en la Red no era mucho mejor que la de los medios tradicionales. Pero siempre existía para el internauta avezado la posibilidad de acceder a hechos silenciados y puntos de vista alternativos contados con seriedad y veracidad. Y de comunicarlos.

Parecía además que era imposible -dejando a un lado la censura y los bloqueos en países como Arabia Saudí y China- ponerle puertas al campo de Internet. La propia estructura descentralizada de la World Wide Web y la multiplicación exponencial de las páginas y contenidos -aumentada ad infinitum por las redes sociales- impedía teóricamente evitar o siquiera limitar la proliferación de contenidos incómodos para los poderosos. Pero, como bien decían los agoreros antes citados, la alegría no podía durar mucho. 

El boom de las fake news a finales de 2016 marcó el inicio de la justificación a gran escala de la censura en Internet. Las noticias falsas habían existido desde siempre, pero se multiplicaron con Internet y las redes sociales de la misma forma que se habían multiplicado con la transmisión por ondas o con la imprenta. Y con la campaña electoral estadounidense y la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, la paranoia de las fake news alcanzó su paroxismo.

De repente las noticias falsas se convirtieron en una amenaza para el orden social, tan potente que incluso podía marcar la elección del hombre más poderoso del planeta. Periodistas, intelectuales y políticos clamaron contra la proliferación de estos contenidos en Internet e incluso dieron un nombre al fenómeno por el cual la gente sólo se fiaba de lo que quería leer u oír en lugar de contrastar informaciones: la famosa posverdad.

Lo que no decían periodistas, intelectuales y políticos es que las fake news habían existido desde siempre y nunca les habían supuesto un problema. De hecho, unos y otros se han servido de ellas a menudo -¿recuerdan aquello de que el 11-M fue cosa de ETA?-. La clave está en que con Internet perdieron el monopolio de la información y, con ello, el de la difusión de falacias útiles a sus intereses. No es un problema de verdad, sino de competencia.

El siguiente paso estaba claro: si las noticias falsas eran tan malas, había que hacer algo para eliminarlas. Las redes sociales como Facebook y Twitter –las grandes beneficiadas de la nueva forma de consumir noticias, incluyendo las falsas- han sido colocadas en la picota. Y, presionadas por gobiernos, medios tradicionales y accionistas, han accedido a filtrar y restringir la difusión de contenidos. Ahora Facebook nos avisará si leemos o compartimos muchas noticias procedentes de supuestos agentes rusos e incluirá un detector de fake news.

Pero teniendo en cuenta la falta de criterio de las redes sociales para filtrar mensajes de odio, nada hace pensar que todas las noticias falsas vayan a ser eliminadas y, aun peor, que todas las noticias eliminadas sean realmente fraudulentas. Con la excusa de defender un fin noble, tenemos la vía abierta a una censura a escala masiva de la información inconveniente publicada en línea. 



No es esta la única puerta al campo de Internet que se está construyendo. Aunque no sea tan fea como la censura, hay otra forma quizá más eficaz de controlar la aparentemente incontrolable información en la Red. Decíamos antes que era igual de fácil acceder a la web del New York Times que a la de Noam Chomsky; al fin y al cabo ambas son una dirección URL en el navegador. Una anomalía en un mundo tan desigual, en el que al menos la Red es neutral ante los contenidos que alberga. Algo que no gusta mucho ni a las grandes corporaciones ni a las operadoras de telecomunicaciones, que hace un par de semanas han logrado su objetivo de acabar con la neutralidad de la Red en Estados Unidos.

Bajo este pomposo titular del “Fin de la neutralidad de la Red” se esconde algo realmente alarmante, sobre todo si cunde el ejemplo fuera de EEUU: el Internet de dos velocidades. A partir de ahora habrá en Internet contenidos de primera, de segunda y de tercera categoría. Si quieres acceder al sitio de una gran marca, con potencial económico suficiente para garantizarse un trato de primera de las telecos, la conexión se efectuará a toda velocidad. Si por el contrario, deseas visitar el blog de tu activista favorito, ármate de paciencia.

Es decir, se acabó la igualdad. Nominalmente, seguirá siendo igual de fácil conectarse a cualquier web, pero acostumbrados como estamos a la inmediatez y a páginas que cargan en menos de 5 segundos, un tiempo extra de espera puede suponer la fuga masiva de visitantes de los sitios de medios alternativos, blogueros, organizaciones minoritarias e incluso pequeñas empresas. Algunos, dependientes de la publicidad, probablemente acaben cerrando y, en general, la audiencia de los medios alternativos se reducirá. Y a menos público, menos influencia. ¿Para qué cerrar páginas si podemos condenarlas a la irrelevancia?

Súmenle a esto las amenazas a la seguridad y privacidad de los internautas, las hordas de trolls –humanos o robóticos-, los acosadores en línea… y tenemos ante nosotros el posible fin de la historia de una Red accesible para todo el mundo que contribuyera a expandir el conocimiento. Demasiado estaba durando, me temo…

miércoles, 22 de febrero de 2017

Ni moderados ni minoritarios: Muse nos muestra el camino

Como buena expresión artística, la música siempre ha sido vista por muchas personas como una metáfora de otros aspectos de la vida, o de la vida en general. Sentimientos, fútbol, política… todo puede compararse con una canción, un artista o un estilo.


No me extrañó, por tanto, que en la pasada pugna entre pablistas y errejonistas, entre ritas y ramones, que libraron los miembros de Podemos en la Comunidad de Madrid, se planteara una metáfora musical para ilustrar las posiciones de cada sector. Así, los errejonistas de Rita Maestre y compañía serían más moderados, más asequibles al oído del común de los mortales, como el pop de los británicos Coldplay. Mientras, los pablistas capitaneados por Ramón Espinar serían unos tipos duros, contundentes, como el Jefe del rock, Bruce Springsteen. Una dicotomía que ha contaminado también el más reciente Vistalegre 2.

Una metáfora curiosa pero limitada, como suelen ser todos los planteamientos maniqueos. A veces, leyendo a algunos de los que la usaban, uno tenía la sensación de que en su vida habían escuchado a unos y al otro. Coldplay tiene canciones suaves, pero también intensas, y casi todas capaces de emocionar. Springsteen es rockero, pero para nada un heavy, y llena estadios con la misma facilidad que Coldplay. A mí, al menos, ni los ingleses me parecían tan ñoños ni el Boss tan minoritario como unos  y otros me daban a entender.

Pero como parecía que se trataba de una pugna por ver quién era más auténtico o más mainstream, lo apropiado de la metáfora era lo de menos. Al fin y al cabo, cosas más absurdas se dijeron en la breve campaña de las primarias en Madrid. Empezando por la disyuntiva radicales vs. moderados y mayoritarios vs. minoritarios (de los calificativos tipo “comunistas”, “sociatas”, “marginales”, “vendidos” mejor ni hablo por aquello de la vergüenza ajena). 

Y es que se diría que la única forma de alcanzar un éxito masivo es ofrecer un discurso –o una canción- edulcorado, soso, plano, vacío, sin fuerza ni alma. O que sólo se puede ser auténtico si te escuchan –o te votan- cuatro gatos, que todo el que arrastre a una marabunta de seguidores lo ha conseguido vendiéndose. Una colección de absurdos de la que nadie podía o quería darse cuenta.

Como enumerar partidos y líderes políticos que han ganado elecciones y han convencido a su pueblo con un discurso claro y honesto sería largo y probablemente aburra al personal, mejor sigo con la metáfora musical y hablo de la banda de rock actual más seguida del planeta –con permiso de los clásicos y veteranísimos Rolling Stones-: Muse



Los británicos Muse empezaron como un grupo de rock alternativo –sí, alternativo- y pronto descollaron gracias al virtuosismo de sus músicos, a la particular y emotiva voz del cantante y a una diversidad de facetas que hace que en un mismo disco –o en una misma canción- te encuentres momentos que suenan a metal, a punk, a hard rock y otros que son pura melodía.

Poco a poco, Muse pasaron de ser una banda de culto a una banda que llena estadios. Han coqueteado con el pop, con la electrónica, han prestado temas a la banda sonora de películas para adolescentes y aun así han mantenido a sus fans de siempre y ganado a otros nuevos en cada nuevo disco, en cada nueva gira. A día de hoy son, como ya he dicho, la banda de rock más seguida del planeta. Hace tiempo que superaron a U2, antaño reyes del stadium rock, y ya se les compara con Queen. 

Y todo sin renunciar a su estilo, evolucionado pero sin dar bandazos al ritmo de los estilos de moda. Algo que debería tener en cuenta Podemos: no renunciar a los valores con los que nació, los que le convirtieron en la esperanza de los que no creían ya en la política. Defender a los de abajo, sin miedo a no gustar a los de arriba.

Pero, y no menos importante, sin renunciar tampoco a ser grandes. No se es más alternativo ni más fiel a uno mismo por gustar a un número reducido de personas. Y eso vale tanto para la música como para la política. Podemos debería alejarse tanto de la tentación de convertirse en un partido sin alma para gustar a los que nunca van a dejar de odiarles, como de la mística de la derrota que impregna a buena parte de la izquierda –se autodefina así o no- española.

Volviendo a Muse, lo mejor de todo es que nunca ha dejado de sonar a Muse. Tienen temas más contundentes y otros más suaves, que gustan a públicos distintos o incluso al mismo, pero nunca han renunciado a seguir su estilo, ni a adaptarse a propuestas nuevas, pero tampoco a ir ganando fans. Cambien “Muse” por “Podemos”, “estilo” por ideas, y “fans” por “votos”. ¿Qué tal suena?