Prácticamente desde sus orígenes, Internet ha sido refugio
de informaciones, opiniones y teorías al margen del discurso oficial de los mass
media. Desde medios locales a blogueros de izquierdas, pasando por amantes
del hentai y conspiranoicos. La Red se convirtió en el lugar donde
encontrar todos aquellos hechos y datos que no aparecían en la televisión, la
radio y la Prensa escrita, bien porque no interesaban a un público masivo, bien
porque comprometían los intereses de gobiernos, anunciantes y propietarios de
los medios.
Se diría que Internet era un paraíso donde por fin el ser
humano podía informarse libremente y, como consecuencia, tomar decisiones más
responsables y ser más libre, en definitiva. Siempre y cuando ese ser humano
fuera capaz de separar el grano de la paja, la información alternativa de las
meras chaladuras, claro. Cualquiera podía abrirse un blog en Blogger y contar
sus ideas al mundo, y eso, para qué lo vamos a negar, tenía cierta magia: era
igual de fácil teclear en la barra del navegador la dirección del New York
Times que la de Indymedia o la página de Noam Chomsky.
Algunos, muy optimistas, llevan desde entonces diciendo que
Internet supone la democratización definitiva de la información y el fin del
monopolio de los grandes medios, controlados por corporaciones y estrechamente
relacionados con gobiernos y entidades transnacionales. Y por ende, una amenaza
seria al orden mundial capitalista surgido tras la caída del bloque socialista.
Otros, en cambio, veían todo ello demasiado bonito para ser
verdad y se preguntaban cuánto podía durar esta dulce anarquía digital. Para
mí, tal arcadia cibernética no era tal, puesto que la proporción entre
información basura y datos reales en la Red no era mucho mejor que la de los
medios tradicionales. Pero siempre existía para el internauta avezado la
posibilidad de acceder a hechos silenciados y puntos de vista alternativos
contados con seriedad y veracidad. Y de comunicarlos.
Parecía además que era imposible -dejando a un lado la
censura y los bloqueos en países como Arabia Saudí y China- ponerle puertas al
campo de Internet. La propia estructura descentralizada de la World Wide Web y
la multiplicación exponencial de las páginas y contenidos -aumentada ad
infinitum por las redes sociales- impedía teóricamente evitar o siquiera
limitar la proliferación de contenidos incómodos para los poderosos. Pero, como
bien decían los agoreros antes citados, la alegría no podía durar mucho.
El boom de las fake news a finales de 2016 marcó el inicio
de la justificación a gran escala de la censura en Internet. Las noticias
falsas habían existido desde siempre, pero se multiplicaron con Internet y las
redes sociales de la misma forma que se habían multiplicado con la transmisión
por ondas o con la imprenta. Y con la campaña electoral estadounidense y la
elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, la paranoia de
las fake news alcanzó su paroxismo.
De repente las noticias falsas se convirtieron en una
amenaza para el orden social, tan potente que incluso podía marcar la elección
del hombre más poderoso del planeta. Periodistas, intelectuales y políticos
clamaron contra la proliferación de estos contenidos en Internet e incluso
dieron un nombre al fenómeno por el cual la gente sólo se fiaba de lo que
quería leer u oír en lugar de contrastar informaciones: la famosa posverdad.
Lo que no decían periodistas, intelectuales y políticos es
que las fake news habían existido desde siempre y nunca les habían supuesto un
problema. De hecho, unos y otros se han servido de ellas a menudo -¿recuerdan
aquello de que el 11-M fue cosa de ETA?-. La clave está en que con Internet
perdieron el monopolio de la información y, con ello, el de la difusión de falacias
útiles a sus intereses. No es un problema de verdad, sino de competencia.
El siguiente paso estaba claro: si las noticias falsas eran
tan malas, había que hacer algo para eliminarlas. Las redes sociales como
Facebook y Twitter –las grandes beneficiadas de la nueva forma de consumir
noticias, incluyendo las falsas- han sido colocadas en la picota. Y,
presionadas por gobiernos, medios tradicionales y accionistas, han accedido a
filtrar y restringir la difusión de contenidos. Ahora Facebook nos avisará si
leemos o compartimos muchas noticias procedentes de supuestos agentes rusos e
incluirá un detector de fake news.
Pero teniendo en cuenta la falta de criterio de las redes
sociales para filtrar mensajes de odio, nada hace pensar que todas las noticias
falsas vayan a ser eliminadas y, aun peor, que todas las noticias eliminadas
sean realmente fraudulentas. Con la excusa de defender un fin noble, tenemos la
vía abierta a una censura a escala masiva de la información inconveniente publicada en línea.
No es esta la única puerta al campo de Internet que se está
construyendo. Aunque no sea tan fea como la censura, hay otra forma quizá más
eficaz de controlar la aparentemente incontrolable información en la Red.
Decíamos antes que era igual de fácil acceder a la web del New York Times que
a la de Noam Chomsky; al fin y al cabo ambas son una dirección URL en el
navegador. Una anomalía en un mundo tan desigual, en el que al menos la Red es neutral
ante los contenidos que alberga. Algo que no gusta mucho ni a las grandes
corporaciones ni a las operadoras de telecomunicaciones, que hace un par de
semanas han logrado su objetivo de acabar con la neutralidad de la Red en
Estados Unidos.
Bajo este pomposo titular del “Fin de la neutralidad de la
Red” se esconde algo realmente alarmante, sobre todo si cunde el ejemplo fuera
de EEUU: el Internet de dos velocidades. A partir de ahora habrá en Internet
contenidos de primera, de segunda y de tercera categoría. Si quieres acceder al
sitio de una gran marca, con potencial económico suficiente para garantizarse
un trato de primera de las telecos,
la conexión se efectuará a toda velocidad. Si por el contrario, deseas visitar
el blog de tu activista favorito, ármate de paciencia.
Es decir, se acabó la igualdad. Nominalmente, seguirá siendo
igual de fácil conectarse a cualquier web, pero acostumbrados como estamos a la
inmediatez y a páginas que cargan en menos de 5 segundos, un tiempo extra de
espera puede suponer la fuga masiva de visitantes de los sitios de medios
alternativos, blogueros, organizaciones minoritarias e incluso pequeñas
empresas. Algunos, dependientes de la publicidad, probablemente acaben cerrando
y, en general, la audiencia de los medios alternativos se reducirá. Y a menos
público, menos influencia. ¿Para qué cerrar páginas si podemos condenarlas a la
irrelevancia?
Súmenle a esto las amenazas a la seguridad y privacidad de
los internautas, las hordas de trolls –humanos o robóticos-, los acosadores en
línea… y tenemos ante nosotros el posible fin de la historia de una Red
accesible para todo el mundo que contribuyera a expandir el conocimiento.
Demasiado estaba durando, me temo…