sábado, 22 de octubre de 2011

Gadafi ya no es nuestro hijo de puta

Corría el año 1969 cuando un grupo de jóvenes oficiales deponía al rey Idris y establecía una república socialista y panarabista en Libia. El nuevo régimen, liderado por el coronel Muammar al-Gadafi, pretendía luchar contra el subdesarrollo y los restos del colonialismo y el racismo en África y el mundo árabe.

Tales intenciones, claro está, nunca fueron del agrado de las potencias occidentales. Mientras Gadafi limitó su discurso a Libia, todo se mantuvo dentro de los límites de lo aceptable. Pero cuando intentó extender este planteamiento, apoyando a grupos terroristas de Palestina, Irán y Líbano, las cosas se pusieron feas. Tras el atentado contra la discoteca La Belle de Berlín –en el que murió un soldado estadounidense-, aviones de la OTAN, enviados por el presidente de los EE UU, Ronald Reagan, bombardearon Libia en 1986, matando a decenas de personas, entre ellas una hija de Gadafi. En respuesta, terroristas libios hicieron estallar en pleno vuelo un avión de la Pan Am en Lockerbie dos años después. Murieron 270 pasajeros. La llamada “comunidad internacional” reaccionó con sanciones y embargos, y el conflicto se fue enquistando.

Así estaban las cosas cuando, al cabo de 10 años, Gadafi, harto de figurar en las listas de enemigos públicos del mundo libre, decidió cambiar de bando. No tenía más que mirar a sátrapas del mundo árabe como Mohamed VI, el rey Fahd o Hosni Mubarak, que tiranizaban tan panchos a sus pueblos, sumiéndolos en la miseria a la par que se enriquecían, mientras las potencias occidentales, sus aliadas, miraban para otro lado. Si ellos hacen eso, ¿por qué me persiguen a mí?, debió de preguntarse Gadafi.

La clave estaba en situarse en el bando correcto, y eso hizo. Reconoció su responsabilidad en el atentado de Lockerbie. Subcontrató sus cárceles con la CIA para que enviara allí (en vuelos secretos vía España) a los detenidos de la guerra contra el terror, los encerrara y los torturara a gusto, sin que los defensores de los derechos humanos metieran la nariz como en Guantánamo. Firmó contratos millonarios con las petroleras Total y Eni. Contribuyó generosamente a las campañas de Sarkozy y Berlusconi. Plantó su jaima en El Pardo y se hizo fotos amistosas con Aznar, el rey de España y Zapatero. En 2008 acudió a una cumbre del G-8, invitado por Barack Obama. Incluso su hijo futbolista Saadi llegó a jugar en la Sampdoria. De apestado a colega en una década. No había cambiado nada en Libia, pero de repente Gadafi ya no era tan malo; al fin y al cabo, se había juntado con los buenos. Seguiría siendo un hijo de puta, pero era nuestro hijo de puta, pensó Occidente. Los discursos en pos de la liberación del mundo árabe se habían quedado en palabrería sin sustancia, pero el Coronel dormía más tranquilo (y más rico).

El mundo se fue olvidando de Gadafi, salvo cuando aparecía con su exótica troupe y la correspondiente puesta en escena en alguna capital europea. De vez en cuando se le tachaba de dictador, aunque nunca se recordaba que Libia es el país de África con el mayor índice de desarrollo humano (0,755, frente al 0,261 de Níger), que su renta per cápita supera los 10.000 dólares (no muy mal distribuidos, a juzgar por el citado IDH) y que la esperanza de vida de un libio está en 77 años, inimaginables para un ruandés o un congoleño, a no ser que se trate de un señor de la guerra y del coltán.

Y en esas estábamos cuando, a principios de año, estalló la Primavera Árabe. Los súbditos de los sátrapas anteriormente mencionados se hartaron de sufrir miseria y se alzaron contra sus regímenes http://kolowa.blogspot.com/2011/02/tunez-egipto-se-acabo-el-fin-de-la.html. Las revueltas prendieron en Túnez y Egipto, fracasaron en Bahrein y Yemen y tuvieron escaso impacto en Marruecos o Jordania. Y estallaron en Libia, pero con una particularidad: los que se alzaron contra Gadafi no eran jóvenes urbanos hartos de no tener futuro, sino milicias tribales del Este del país. No usaban sus voces y sus cuerpos para derrocar al Gobierno, sino lanzamisiles y armas automáticas. En los medios europeos se le llamaba revuelta, al olor de las de Túnez, pero tenía más pinta de guerra civil entre facciones armadas, con el objetivo de lograr el poder en un país con ingentes reservas de gas natural y petróleo.

Y hete aquí que la OTAN intervino. Contra Gadafi, como 25 años antes. Con el argumento de defender a un pueblo indefenso del tirano que lo estaba masacrando por defender sus derechos y libertades, la Alianza, capitaneada esta vez por Francia e Italia, los hasta ayer socios del Coronel, envió barcos, aviones y tropas para ayudar a “los rebeldes”. Sin contar con las armas de todo tipo y el dinero que suministró a las milicias de Bengasi, erigidas en Consejo Nacional de Transición. Curiosamente, los pueblos que se rebelaban contra sus Gobiernos en otros países del mundo –la mayoría de ellos, con bastantes motivos y mucho menos que perder- no merecían la misma consideración.

En la operación se cepillaron a unos cuantos civiles, de esos a los que pretendían salvar, pero ya saben: eso son daños colaterales. Tiro a tiro, y bombardeo a bombardeo, los gadafistas fueron perdiendo terreno hasta la huida final, y a Gadafi le liquidaron en un túnel de Sirte, ante el alborozo de la comunidad internacional, esa que suelta lágrimas de cocodrilo por el encarcelamiento de un corrupto escultor chino, sin ir más lejos.

Ahora los libios se preparan para una nueva era, bajo una bandera que ya no es verde. Y bajo un nuevo régimen que ya no será islámico, sino islamista. El anuncio de la Constitución que está preparando el CNT habla de la sharia como fuente de derecho y su presidente, Mustafa Abdulyalli, ya se ha encargado de advertir de que “cualquier ley que contradiga los principios del islam es nula a todos los efectos”. Si el pueblo libio se había hecho a la idea de vivir en un país como Francia o Italia (bunga-bunga incluido), quizás hagan mejor en fijarse en Pakistán o Arabia Saudí. Y nosotros también. La idea de armar y financiar a unos grupos tribales que abrazan el fundamentalismo islámico en cuanto alcanzan el poder ya la tuvo EE UU en los 80 en Afganistán, con los resultados conocidos. Y ahora parece que se repite la historia.