Uno siempre tiene sueños,
prácticamente desde que nace. Sueñas con que mamá te dé un beso, con
que papá te dé la merienda, con andar como mamá y papá, con comer lo
que comen los mayores, con ir a la guardería para jugar con tus
amigos, con que llegue el viernes, con que lleguen las vacaciones,
con que te compren una bici, con aprobar, con ver a la chica que te
gusta en clase, con gustarle, con perder la virginidad, con beber
como los mayores, con que llegue el finde, con ir a la universidad,
con que se acabe la universidad, con encontrar un curro, con que te
toque la lotería y dejar el curro... Son sueños individuales,
algunos pequeños, otros directamente cutres, pero que cimentan la
felicidad porque son los que alimentan la ilusión del día a día.
Luego están los sueños sociales, más
complejos, porque ni su materialización ni su propia naturaleza
dependen sólo de ti. Ser aceptado, ser respetado, ser valorado, ser
querido, ser amado... por tu propia familia, por tus compañeros de
clase, por los colegas de curro, por tus amigos, por aquella con
quien quieres formar tu familia un día y dar continuidad a la
rueda...
Y, cuando el alma de uno mira un poco
más arriba, hacia las estrellas que nombraba Oscar Wilde, los sueños
se elevan. Y aparecen los grandes sueños, la paz mundial, ningún
ser humano con hambre, ningún ser humano sin casa, bosques limpios,
animales a salvo, un mundo mejor...
Y te das cuenta de que no eres el
único, de que hay otros seres a tu alrededor que también quieren un
mundo mejor. Y te sientes menos solo, menos raro, y la ilusión
crece: ya no sólo se nutre de tus sueños, también recibe parte de
la energía de los demás. Y los sueños se transforman en proyectos,
y te lanzas a intentar hacerlos realidad, pleno de ilusión,
convencido de que juntos todo es posible.
Y dedicas tu tiempo, tu esfuerzo y tu
energía a trabajar en un sueño. No recibes nada a cambio, te
alimentas sólo de ilusión, y con eso te basta. Sabes que estás
haciendo lo que debes hacer, lo que quieres hacer, que una legión
-pequeña o grande, casi siempre pequeña pero eso no te importa- te
acompaña, de que no eres imprescindible pero sí importante como
todos los demás, de que no caminas solo, de que los tuyos están a
tu lado, de que te empujarán cuando flaquees, de que te levantarán
cuando caigas, de que siempre habrá alguien para recitarte el poema
de Benedetti -“no te rindas, por favor, no cedas”- cuando vengan
mal dadas, algo que más pronto que tarde siempre llega.
Y la ilusión te mantiene día a día.
Tus grandes sueños colectivos ocupan una parte importante de tu
vida. Hasta que empiezas a darte cuenta de que algunos de ellos a
casi nadie importan, ni siquiera a sus principales beneficiarios; de
que otros son directamente irrealizables; de que la barrera que
separa al resto de su materialización es alta y difícil de
traspasar, cual muro de Adriano. Pero piensas que al menos estás
haciendo lo correcto, y -de nuevo- que no estás solo.
Y un día descubres con
pánico que sí lo estás, que los que te acompañan no creen que
estés haciendo lo correcto; que de hecho piensan que lo que haces,
desde tus opiniones hasta tu trabajo, son una mierda pinchada en un
palo. Y por si el desprecio no fuera suficientemente doloroso,
descubres otro día que ni siquiera confían en ti, que dicen que te
mueven intereses que poco tienen que ver con los grandes sueños, que
el beneficio personal y el ego son lo único que te importa. No te
discuten, te difaman. Como dice don Daniel Bernabé, entre los tuyos
hay hermanos pero también hay judas.
Y es ese día cuando la ilusión, lo
más importante, lo que cimentaba tu trabajo, se rompe. Y avanzas
unos cuantos metros más, unas cuantas semanas más, movido por la
inercia, soñando -en vano esta vez, y lo sabes- con estar
equivocado, con que la situación se pueda reconducir, con que todo
haya sido una serie de malentendidos... Pero ya no hay solución.
Perdida la ilusión, ya nada tiene sentido.
Y llega el momento de abandonar; de no
dedicar más tiempo, más trabajo ni más energías a un proyecto en
el que ya no crees y que ya no cree en ti; de dejar que aquellas
personas que veían en tu inocente “todos somos iguales, todos
pintamos lo mismo” una amenaza para su autoridad y para sus planes
se queden como amos del chiringuito; de que cada cual se salve a sí
mismo...
Al fin y al cabo, la ilusión mantiene
la vida y no al revés. Roto el sueño, sólo queda abandonarlo como
una parte dolorosa del pasado, y buscar otro nuevo... si lo hay.