martes, 29 de noviembre de 2016

La cruel muerte del mito del consenso

Existe una corriente de opinión tendente a considerar el consenso como el estado natural del ser humano. No negaré la existencia del consenso; existe, se ha dado y se da, la historia y la vida cotidiana están llenas de ejemplos de consenso, pero como modo de solucionar el conflicto, no como el modo de relación que tenemos por defecto las personas.


Las relaciones humanas –interpersonales, sociales, políticas, internacionales- están marcadas por el conflicto. Desde los choques entre las tribus de Anatolia y el Imperio Hitita hasta la guerra de civilizaciones que vivimos hoy en día, desde el empresario que obliga a trabajar horas extra gratis a sus trabajadores al macho ibérico (y no sólo ibérico) que le dice a su novia cómo tiene que vestir y a qué amigos puede ver y a cuáles no. El conflicto, el choque de intereses, el intento de imponer la voluntad de unos a los otros, marca la existencia de todo animal, incluido el más evolucionado de los primates superiores.

Claro que el consenso ha servido muchas veces para resolver conflictos, aunque eso no indica que sea ni mucho menos el único modo de hacerlo. En ocasiones, ni siquiera es el mejor. Es difícil plantear una solución de consenso entre los deseos de un tipo armado con una navaja y los de su víctima conminada a entregarle el reloj, la cartera y el móvil. O se los entrega, o no se los entrega y recibe un navajazo en la barriga, o –si la víctima sabe jiu-jitsu- le aplica una llave y pisotea el cráneo de su atracador cuando este está en el suelo. Ninguna de las tres soluciones podría considerarse consensuada, todas suponen la resolución del conflicto –el atraco- de forma que uno gana y otro pierde, en las tres existe la imposición de los intereses de una de las partes implicadas sobre la otra. 



Podría argüirse que las relaciones socioeconómicas no son un atraco. Podría argumentarse que hubo una época dorada de las sociedades occidentales, no tan lejana, fundada en el consenso, en la que una parte de la población trabajaba duro y, a cambio, recibía una compensación justa por su contribución a la creación de riqueza para el país, que le permitía vivir de manera digna. El consenso socialdemócrata, lo llaman.

Olvidan los defensores de este modelo –aparte de la existencia de capas más o menos amplias de población marginada que nunca disfrutaron de sus virtudes- que ese consenso no es ni mucho menos la condición natural de la sociedad europea. Antes bien, se llegó a él como una manera de impedir que volvieran a repetirse la destrucción y las atrocidades que los numerosos conflictos –entre países, entre religiones, entre clases y entre razas- de siglos anteriores habían acarreado a Europa. Y olvidan también que, en parte, ese consenso estaba basado en el miedo, más que en el resultado de un proceso racional o emocional que concluyera que era mejor vivir en armonía respetando los intereses y derechos de todo el mundo.

Miedo de las élites económicas y políticas a que la creciente beligerancia y organización de los trabajadores, unida a la consolidación del socialismo en un bloque transnacional, acabara por arrojarlas al fango. Miedo de los trabajadores, después, a perder los derechos y beneficios conquistados durante años (la actitud del PCF, reacia a sumarse a la revolución de mayo de 1968, es muy reveladora). Y miedo en general a sufrir más guerras devastadoras. El resultado lo conocemos: alianza europea, Estado del bienestar, democracia parlamentaria, economía de mercado…

Pues bien. Con sus defectos y sus virtudes, ese consenso se rompió hace tiempo. Empezó a romperse con la crisis del petróleo del 73, cuando los que más tenían se dieron cuenta de que la riqueza que puede generar el planeta es limitada y que tarde o temprano para ellos repartir la riqueza implicaría empobrecerse. Siguió rompiéndose cuando Margaret Thatcher alcanzó el poder en Reino Unido en 1979 y en una década liquidó al movimiento obrero. La caída del contrapoder soviético y el boom del neoliberalismo globalizador –aplaudido por los partidos socialdemócratas- terminaron de ahondar en esa ruptura. Hasta que en 2008 el consenso hizo crack.

Lo sabemos quienes sufrimos las consecuencias de la llamada crisis. Ya nadie garantiza unas condiciones dignas de vida. Si tienes pasta, puedes vivir como un pachá; si no la tienes, reventarás como un perro trabajando por un sueldo de miseria, o en la puerta de un hospital donde no atienden sin tarjeta sanitaria, o asfixiado en un incendio doméstico. Sólo los losers no pueden pagar la luz, dicen los adalides de la paz social.

Y en este contexto que Warren Buffett, el tercer hombre más rico del mundo, define como un conflicto de clases en el que los ricos, con la ventaja que les da haberlo iniciado, van ganando, muchos intelectuales y políticos se hacen los sorprendidos porque el común de los habitantes de Occidente ya no compra el mito del consenso. Los británicos reventaron el sueño europeo en junio, los yanquis optaron por el discurso del conflicto de Trump en noviembre y está por ver lo que pasará en las elecciones presidenciales francesas.

En Oriente Próximo, el islam abierto y progresista popularizado por Nasser ha dejado su sitio a un fanatismo religioso propio del siglo XI. Su contraparte cristiana llama a expulsar a los musulmanes de Europa y EEUU –en el mejor de los casos-. Y en Rusia y China, las potencias geopolíticas emergentes de hoy en día, gobiernan Putin y Xi Jinping, dos líderes que nunca han perdido el tiempo con mandangas consensuadas y que cosechan admiración –sobre todo el primero- entre gentes de diversas ideologías o de ninguna.

Les guste o no a los que siempre han vivido en una burbuja plácida donde el más mínimo conflicto era convenientemente filtrado y anulado, el consenso agoniza. Puede que la victoria de Trump sea la escenificación de su muerte. Una muerte causada por los mismos que lo convirtieron en mito, que engañaron al personal diciéndole que era la condición humana natural aunque la realidad diaria de ese personal mostrara lo contrario, los que nunca creyeron en serio que fuera una forma –a veces la mejor- de resolver los conflictos, sino que lo manejaban como una representación que mantuviera engañados a los mismos a los que expoliaban, machacaban y despreciaban. Ahora el conflicto vuelve con fuerza. El mito del consenso no parece capaz de frenarlo. Y ante la disyuntiva de convertir ese mito en algo real y beneficioso o canalizar el conflicto hacia un objetivo que no sean ellos, parece que están apostando por lo segundo.

viernes, 29 de abril de 2016

Fin de la clase obrera y lenguaje de catedráticos

Se quejaba hace no mucho Juan Carlos Monedero de que Podemos es “un partido de hipsters”, compuesto fundamentalmente de intelectuales, profesores y profesionales urbanos –algunos claramente proletarizados, aunque eso Monedero se lo ahorra-. Y clama porque haya más trabajadores y parados. ¿Dónde están esos trabajadores y parados que, según Monedero, no acuden a los círculos de Podemos? Pues mira, campeón, están votando al PSOE, a Ciudadanos e incluso al PP, o en su casa viendo El Chiringuito y Sálvame.

Como cualquier alumno de Bachillerato medianamente aplicado sabe, el marxismo es un sistema de pensamiento científico. Curiosamente, los más leales al marxismo son los que más a menudo olvidan ese carácter científico del pensamiento de Marx y más tienden a considerarlo un conjunto de dogmas de fe, inamovibles, incuestionables e incriticables. Y el de la “clase obrera” es uno de ellos.

Para empezar, el término “obrero” o “trabajador” corresponde a una categoría principalmente económica, que toma un carácter social y político, pero nunca a una categoría ética o moral. Eso se llama argumento ad pauperum y no es marxismo, ni corresponde a ningún análisis socioeconómico razonable. De hecho, el propio Marx, al referirse a los trabajadores, utiliza términos tan dispares como “clase”, “alienación” y “lumpen”, y sólo el primero es positivo. Santificar a un tío sólo por el hecho de que su único activo sea su fuerza de trabajo y no disfruta del total de los beneficios generados por dicho trabajo es cualquier cosa menos sensato, da igual si la perspectiva es marxista o no. 



Desgraciadamente, la izquierda –y basándome en sus tesis, considero a Monedero de izquierdas- no sólo tiene una querencia exagerada por los dogmas, también por los mitos. Y el del obrero revolucionario de la Comuna de París, o del Petrogrado de 1917, o de la Barcelona de los años 20, con un arma en una mano y un libro en la otra, es un mito. Quizá fuera real en 1930, o en 1950, pero hoy el trabajador típico español no lee otra cosa que el Marca y en una mano lleva un smartphone con trap sonando a todo trapo y en la otra las llaves de un Seat León tuneado. Naturalmente, son obreros, pero no son clase obrera, en el sentido de que carecen de conciencia de clase.

¿Qué partido se puede hacer con esa gente? En el mejor de los casos, ninguno, porque el personal pasa de política. Y en el peor, uno que intente resolver los problemas eliminando diputados, quitándole la autonomía a Cataluña y echando a los inmigrantes al mar, que es el discurso que más cala entre los que a día de hoy componen el grueso de los trabajadores; no hay más que ver los últimos resultados electorales.

Claro que, siendo serios, hay que reconocer que la alienación no sale de la nada. Es fruto de una serie de estructuras –superestructuras, las llamaba Marx- que vacían y llenan cerebros a su antojo y convierten a cualquier persona sin una formación sólida en alguien incapaz de ver más allá de sus narices, en alguien que besa la bota que le pisa, en alguien que ama al opresor y odia al oprimido.

Ciertamente, dejarse alienar o no es responsabilidad de cada uno. Pero también es cierto que gente poco formada es presa fácil de unos manipuladores de cerebros mucho más y mejor preparados que ellos. Y contrarrestar esa manipulación, frenar ese proceso masivo de alienación, correspondería a los que sí poseen una cultura política sólida. Ahí es donde cobraría sentido la queja de Monedero. Tenemos un partido compuesto, al menos en sus cuadros superiores, de intelectuales y politólogos, gente con sólida formación política, que a menudo tienden a hablar sólo para gente como ellos, para la gente con la que llevan tratando casi en exclusiva desde hace dos o tres lustros.

Cuando se oyen en sus bocas historias de “significantes flotantes”, “núcleos irradiadores” o “significantes muertos”, me imagino no ya la cara de un cani, sino la de una persona que se puso a trabajar al terminar la secundaria y que no ha tenido la oportunidad –no sé si para bien o para mal- de leer a Laclau. Personas lo suficientemente listas para darse cuenta de que el jefe vive mejor mientras ellas viven peor y de la relación causa-efecto entre ambos fenómenos, pero que difícilmente se sentirán atraídas por unos tíos y tías que abusan del hermetismo en el lenguaje que históricamente ha caracterizado el discurso de las clases dominantes.

Si quiere evitar que le pisoteen, todo obrero debería empezar por tomar conciencia de que lo es y formarse políticamente. Muchos miembros de los círculos de Podemos –más de lo que piensa Monedero- encajan en esa categoría. Pero para los demás, convencer es una obligación de los “líderes”. Sólo cuando desciendan al lenguaje y el argumentario de la gente de la calle podrán quejarse de que las masas pasan y no escuchan. Sólo entonces, cuando hablen como ella, serán verdaderamente, los “políticos de la gente”.