viernes, 30 de diciembre de 2011

Enpatiaren jukutri handia (El gran timo de la empatía)


Desde pequeños, a los habitantes del mundo occidental, influido en mayor o menor medida por la religión judeo cristiana, nos inculcan una serie de valores que se pretenden universales: el respeto a la vida, el amor al prójimo, la fuerza de la verdad… A medida que las sociedades, y sus individuos, van evolucionando, suelen perder parte o todo de ese sentido religioso de la existencia, pero ese corpus doctrinario deja su poso, y rara vez permite el cambio a nuevos valores. Los conceptos del bien y del mal aprendidos durante nuestra infancia quedan para siempre, y como mucho cambian de nombre, aunque el sustrato permanezca.

Uno de esos valores es el cacareado amor al prójimo. “Amaos los unos a los otros”, dijo Jesucristo, y nosotros nos lo creímos. Los que abandonaron el cristianismo le dieron otros nombres, pero la idea sigue siendo la misma. Fraternidad universal, solidaridad y uno que está muy de moda: empatía. Según el diccionario, la empatía es la identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro. De entrada, la cosa suena muy bien. Comprender cómo se siente una persona, cómo piensa y cómo reacciona, tener en cuenta sus sentimientos a la hora de actuar porque su sufrimiento también será el nuestro (aunque en menor medida) y su felicidad también redundará en la nuestra (indirectamente). Tan bien suena que, como digo, se ha puesto de moda. La lengua popular, la música, el cine y la literatura están plagados de referencias al concepto: ponte en mi lugar, caminar con los zapatos de otro, etcétera.

Como tantas otras cosas, todo esto sería maravilloso si fuera verdad. Pero no lo es. La tan cacareada empatía es más bien un timo. Por dos motivos.

El primero es la ley del embudo. Consistente en distribuir asimétricamente los beneficios y los inconvenientes de una idea o de una acción, a favor de los intereses de uno mismo, claro está. La mayoría de los que se llenan la boca hablando de empatía pretenden que los demás tengan en cuenta sus sentimientos cuando interactúan con ellos, que no les ofendan, que no les hagan daño. Hasta ahí, genial; todos queremos eso. El problema llega cuando los paladines de la dama empatía tienen que elegir su comportamiento para con los que le rodean. En ese momento, la empatía regresa al mundo de las ideas y deja el campo libre a la grosería, a la falta de respeto, a la agresión, a las puñaladas traperas. La empatía mola cuando sirve para exigir consideración para uno, pero resulta un estorbo a la hora de actuar, pues supone un límite a los arrebatos, los caprichos y los intereses de cada cual; así que nada más fácil que practicar la empatía asimétrica: la exijo para mí y me la paso por el forro cuando ofendo y maltrato a los demás.

El segundo problema es el abuso. A pesar de lo anterior, algunos seres humanos creen verdaderamente en el valor de la empatía, en tener en cuenta el estado anímico de los demás aparte del propio. Intentan comportarse de manera que los que le rodean se sientan un poco mejor, o simplemente no hacer su vida más difícil de lo que ya es. En principio, esto debería redundar en el agradecimiento y el cariño de sus congéneres y, ya más utópicamente, en una extensión del pensamiento empático que nos haría la vida un poco más agradable a todos. Pero como decía el tío Nietzsche, no hay ninguna acción buena que quede sin castigo. Parece que la reacción natural ante una persona empática es tomarla por gilipollas, interpretar su fraternidad como estupidez, su comprensión y respeto por los sentimientos ajenos como minusvalía de los propios. Las personas empáticas son consideradas personas débiles, y los que basan su poder en el daño que causan a los demás encuentran presa fácil en estas personas. Es muy fácil, demasiado fácil, maltratar a alguien sin importar cómo se sentirá después, sabiendo que ese alguien no hará lo mismo, pues su sensibilidad ante el dolor ajeno le limita para dañar a otro ser humano. Y si en un arranque de dignidad o simple instinto de supervivencia respondiera a la agresión, ya se le acusará de falta de empatía.

Así se perpetúan la injusticia y el sufrimiento, con unos fuertes que machacan a los débiles, empleando un concepto esencialmente maravilloso como instrumento de dominación. No debería ser así, sería genial que todos valoráramos el alma ajena, aunque no fuera tanto como la propia. Pero el mundo real no funciona así, la empatía omnidireccional es rara, como la bidireccional, y tenemos en su lugar una lucha constante a navajazos en el que pensar en el otro es un suicidio, pues a ese otro le importará bien poco nuestro interior cuando de imponer su interés o su mero capricho se trate. La empatía no evita el sufrimiento ajeno, simplemente lo concentra en unos cuantos pringados, entre los que me incluyo (o incluía). Lo dicho, un timo.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Macumba o muerte


Un explorador va por la selva y de repente se encuentra a un negro con una lanza. El negro le apunta amenazador y le pregunta: “¿Macumba o muerte?”. El tío no sabe qué es la macumba, pero supone que será mejor que la muerte, así que responde: “Macumba”. El negro le baja los pantalones, le da la vuelta y le sodomiza a gusto. El explorador reemprende su camino, un poco escocido y al loro de no encontrarse con más negros, pero detrás de un árbol le salen al paso diez negros. El jefe le apunta con la lanza y le pregunta: “¿Macumba o muerte?”. El tío se acuerda de su anterior experiencia sexual y dice: “¡Muerte!”. El negro se le queda mirando y le responde: “Bueno, pero antes un poquito de macumba, ¿eh?”.

Esto es un chiste, aunque en blog pierde mucho. En cambio, lo de mañana, aunque se parece bastante al dilema del explorador, no tiene ninguna gracia. Según la mayoría de los medios, y de la gente de la calle, tenemos que elegir impepinablemente entre dos únicas opciones, a cual peor. La una, Rubalcaba, consiste en que nos den por el culo como ya nos han dado en los tres últimos años con el Gobierno del PSOE del que Rubalcaba –no lo olvidemos- era vicepresidente. La otra, Rajoy, consiste en que liquiden definitivamente los derechos sociales que tanto les costó a nuestros padres y abuelos conseguir. ¿Rubalcaba o Rajoy? ¿Macumba o muerte?

Habrá quien diga que, ante esta disyuntiva, se quedará en casa y no irá a votar. Lo que haría el explorador si se negara a contestar, vamos. Pero, ¿alguien cree que, ante su silencio, los negros le dejarían ir alegremente? ¿Alguien cree que dedicar el día de mañana a rascarnos alegremente la parte de nuestra anatomía que prefiramos servirá de algo? ¿El vencedor de los comicios cambiará sus políticas o los diputados renunciarán a sus actas por ilegítimas si mañana hubiera un 60% de abstención? Todas estas son preguntas retóricas, naturalmente; yo al menos estoy convencido de que la respuesta es no.

¿Qué hacer, entonces? Cada uno, lo que le dé la gana, claro está. El que quiera, que vote en blanco. Así subirá el listón mínimo para que los partidos minoritarios puedan entrar en el reparto de escaños, haciendo aún más injusta la Ley D’Hont. El que considere más conveniente votar nulo puede meter fotos de Merkel, participaciones de Standard & Poor’s o un papel manchado de chorizo; al fin y al cabo, su valor es anecdótico.

También se puede votar a un partido de los llamados pequeños, en función del más afín a las ideas de cada uno (IU, Amaiur, FAC, Equo…). Si la idea cunde, habría más partidos diferentes con pocos escaños en el Congreso, que defenderían posturas distintas a las de los componentes del bipartidismo. No habría mayorías absolutas (que todos sabemos que se convierten en cheques en blanco vía rodillo parlamentario) y la vida parlamentaria se volvería más inestable, lo que dejaría más puertas abiertas a la participación del pueblo en la política. Los regímenes más estables son las dictaduras, pero también en los que hay menos libertad.

No obstante, siempre he defendido que la política es, o debería ser, mucho más que elegir a nuestros amos cada cuatro años. Las elecciones de mañana son un acto político, sí, pero también lo son una manifestación, una huelga, una asamblea o un referéndum. Si no nos volvemos a ocupar de la política y de los políticos durante los siguientes 48 meses, ellos se ocuparán de nosotros, y no para defender nuestros intereses, sino los suyos y los de los mercados. La participación política es mucho más que las migajas que nos dejan periódicamente. Nos corresponde a nosotros reclamar y defender nuestros derechos todos los días, independientemente de lo que digan los 350 prebostes del Congreso. Yo no quiero muerte, pero tampoco quiero macumba.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

¡Vivan las mujeres de verdad (para siempre)!


Llega noviembre, mes de nostalgia, cuando no de pena. Pero como este octubre no ha acontecido nada que me hiciera llorar, parece que este año tocan recuerdos de tiempos mejores.
De entre todos los noviembres de mi vida, el más bello (y a la vez, el más doloroso) es el de 2003, cuando compartí una parte infinitesimal pero importantísima de mi vida con la persona más maravillosa que he conocido jamás. Han pasado ocho años de aquello; que siga recordándolo y que este recuerdo me siga pinchando en el alma dice mucho de lo que sentí y de por quién lo sentí.

Podría haber escrito este post el año pasado, o el anterior, pero hoy esa persona cumple 30 años; abandona la gloriosa veintena, cuyos comienzos tuve el placer de conocer, y se adentra en el inquietante mundo de los treintañeros, en el que la vida ya es de verdad, en el que las decisiones que tomábamos más o menos inconscientemente, más o menos forzados por las circunstancias, 10 años antes ya tienen consecuencias y, a veces, carecen de marcha atrás.
El tiempo y las circunstancias (y mis errores) se encargaron de separarnos quizás para siempre. Pero mis sentimientos permanecen en parte, una parte que dudo que llegue a desaparecer nunca. El agradecimiento por todo lo que me aportó, por todas las sonrisas que me regaló, por lo feliz que me hizo no se desvanece en el torbellino posmoderno en el que todo se pudre tan deprisa.

Puede que nunca leas estas líneas, mi amor –de hecho, me faltará valor para enviarte ni siquiera un link a esta absurda declaración de pasión pública-, pero pese a todo, pese al paso del tiempo, pese a las diferencias, pese a que no he vuelto a escuchar a HIM, pese a que cada cual siguió su camino, caminos que nunca se volvieron a cruzar, te sigo queriendo; quizás porque seas la única persona digna de amor que he conocido, la única mujer de verdad; quizás porque sólo tú pudiste hacerme sentir como si, por fin y después de tanto llamar, las puertas del cielo se hubieran abierto. Ojalá la vida te conceda toda la felicidad que te mereces, que es mucha.

sábado, 22 de octubre de 2011

Gadafi ya no es nuestro hijo de puta

Corría el año 1969 cuando un grupo de jóvenes oficiales deponía al rey Idris y establecía una república socialista y panarabista en Libia. El nuevo régimen, liderado por el coronel Muammar al-Gadafi, pretendía luchar contra el subdesarrollo y los restos del colonialismo y el racismo en África y el mundo árabe.

Tales intenciones, claro está, nunca fueron del agrado de las potencias occidentales. Mientras Gadafi limitó su discurso a Libia, todo se mantuvo dentro de los límites de lo aceptable. Pero cuando intentó extender este planteamiento, apoyando a grupos terroristas de Palestina, Irán y Líbano, las cosas se pusieron feas. Tras el atentado contra la discoteca La Belle de Berlín –en el que murió un soldado estadounidense-, aviones de la OTAN, enviados por el presidente de los EE UU, Ronald Reagan, bombardearon Libia en 1986, matando a decenas de personas, entre ellas una hija de Gadafi. En respuesta, terroristas libios hicieron estallar en pleno vuelo un avión de la Pan Am en Lockerbie dos años después. Murieron 270 pasajeros. La llamada “comunidad internacional” reaccionó con sanciones y embargos, y el conflicto se fue enquistando.

Así estaban las cosas cuando, al cabo de 10 años, Gadafi, harto de figurar en las listas de enemigos públicos del mundo libre, decidió cambiar de bando. No tenía más que mirar a sátrapas del mundo árabe como Mohamed VI, el rey Fahd o Hosni Mubarak, que tiranizaban tan panchos a sus pueblos, sumiéndolos en la miseria a la par que se enriquecían, mientras las potencias occidentales, sus aliadas, miraban para otro lado. Si ellos hacen eso, ¿por qué me persiguen a mí?, debió de preguntarse Gadafi.

La clave estaba en situarse en el bando correcto, y eso hizo. Reconoció su responsabilidad en el atentado de Lockerbie. Subcontrató sus cárceles con la CIA para que enviara allí (en vuelos secretos vía España) a los detenidos de la guerra contra el terror, los encerrara y los torturara a gusto, sin que los defensores de los derechos humanos metieran la nariz como en Guantánamo. Firmó contratos millonarios con las petroleras Total y Eni. Contribuyó generosamente a las campañas de Sarkozy y Berlusconi. Plantó su jaima en El Pardo y se hizo fotos amistosas con Aznar, el rey de España y Zapatero. En 2008 acudió a una cumbre del G-8, invitado por Barack Obama. Incluso su hijo futbolista Saadi llegó a jugar en la Sampdoria. De apestado a colega en una década. No había cambiado nada en Libia, pero de repente Gadafi ya no era tan malo; al fin y al cabo, se había juntado con los buenos. Seguiría siendo un hijo de puta, pero era nuestro hijo de puta, pensó Occidente. Los discursos en pos de la liberación del mundo árabe se habían quedado en palabrería sin sustancia, pero el Coronel dormía más tranquilo (y más rico).

El mundo se fue olvidando de Gadafi, salvo cuando aparecía con su exótica troupe y la correspondiente puesta en escena en alguna capital europea. De vez en cuando se le tachaba de dictador, aunque nunca se recordaba que Libia es el país de África con el mayor índice de desarrollo humano (0,755, frente al 0,261 de Níger), que su renta per cápita supera los 10.000 dólares (no muy mal distribuidos, a juzgar por el citado IDH) y que la esperanza de vida de un libio está en 77 años, inimaginables para un ruandés o un congoleño, a no ser que se trate de un señor de la guerra y del coltán.

Y en esas estábamos cuando, a principios de año, estalló la Primavera Árabe. Los súbditos de los sátrapas anteriormente mencionados se hartaron de sufrir miseria y se alzaron contra sus regímenes http://kolowa.blogspot.com/2011/02/tunez-egipto-se-acabo-el-fin-de-la.html. Las revueltas prendieron en Túnez y Egipto, fracasaron en Bahrein y Yemen y tuvieron escaso impacto en Marruecos o Jordania. Y estallaron en Libia, pero con una particularidad: los que se alzaron contra Gadafi no eran jóvenes urbanos hartos de no tener futuro, sino milicias tribales del Este del país. No usaban sus voces y sus cuerpos para derrocar al Gobierno, sino lanzamisiles y armas automáticas. En los medios europeos se le llamaba revuelta, al olor de las de Túnez, pero tenía más pinta de guerra civil entre facciones armadas, con el objetivo de lograr el poder en un país con ingentes reservas de gas natural y petróleo.

Y hete aquí que la OTAN intervino. Contra Gadafi, como 25 años antes. Con el argumento de defender a un pueblo indefenso del tirano que lo estaba masacrando por defender sus derechos y libertades, la Alianza, capitaneada esta vez por Francia e Italia, los hasta ayer socios del Coronel, envió barcos, aviones y tropas para ayudar a “los rebeldes”. Sin contar con las armas de todo tipo y el dinero que suministró a las milicias de Bengasi, erigidas en Consejo Nacional de Transición. Curiosamente, los pueblos que se rebelaban contra sus Gobiernos en otros países del mundo –la mayoría de ellos, con bastantes motivos y mucho menos que perder- no merecían la misma consideración.

En la operación se cepillaron a unos cuantos civiles, de esos a los que pretendían salvar, pero ya saben: eso son daños colaterales. Tiro a tiro, y bombardeo a bombardeo, los gadafistas fueron perdiendo terreno hasta la huida final, y a Gadafi le liquidaron en un túnel de Sirte, ante el alborozo de la comunidad internacional, esa que suelta lágrimas de cocodrilo por el encarcelamiento de un corrupto escultor chino, sin ir más lejos.

Ahora los libios se preparan para una nueva era, bajo una bandera que ya no es verde. Y bajo un nuevo régimen que ya no será islámico, sino islamista. El anuncio de la Constitución que está preparando el CNT habla de la sharia como fuente de derecho y su presidente, Mustafa Abdulyalli, ya se ha encargado de advertir de que “cualquier ley que contradiga los principios del islam es nula a todos los efectos”. Si el pueblo libio se había hecho a la idea de vivir en un país como Francia o Italia (bunga-bunga incluido), quizás hagan mejor en fijarse en Pakistán o Arabia Saudí. Y nosotros también. La idea de armar y financiar a unos grupos tribales que abrazan el fundamentalismo islámico en cuanto alcanzan el poder ya la tuvo EE UU en los 80 en Afganistán, con los resultados conocidos. Y ahora parece que se repite la historia.

domingo, 17 de julio de 2011

Rebelión en la plaza: todo el poder para las comisiones


Soplaron vientos de cambio el 15 de mayo. Y el 16. Y el 17. Y así hasta el 21, víspera de las elecciones municipales, cuando miles de personas nos congregamos en la Puerta del Sol y otras plazas del país para reclamar una democracia de verdad, no de pastel, y una solución justa a la crisis. Pasaron las elecciones, pasó el boom de los indignados, y nos conjuramos para que la Primavera española (en su doble acepción) no quedara en agua de borrajas.
Ya que parecía inevitable levantar la acampada de Sol, se decidió trasladar el movimiento a los barrios, tomar las plazas, debatir en asambleas populares los problemas concretos y cotidianos de cada localidad. ¡Todo el poder para los barrios!, parecíamos decir.
Al principio todo fue bien. Centenares de personas se reunían, plenas de ilusión y de ganas por cambiar las cosas, en la plaza más importante de cada pueblo, de cada barrio. Se empezaron a debatir cuestiones que podían mejorar la gran política del país y la vida cotidiana de la ciudad, se sentaron las bases de una organización mínima para empezar a funcionar y construir, sin prisa, pero sin pausa, una sociedad mejor. Actos como las caceroladas en la toma de posesión del nuevo alcalde o la marcha del 19-J hacían pensar que el movimiento del 15-M era una bola de nieve que nada ni nadie podía parar.
Han pasado dos meses. Hoy es 15 de julio. Puede que 60 días no sean nada, pero dan para cambiar muchas cosas. Y en este caso, a mi juicio, para peor. Al menos en Alcorcón, las asambleas se han convertido en un hecho anecdótico y minoritario. Por afluencia –cada vez somos menos los que asistimos, rozando escasamente el centenar-, por influencia –nuestras propuestas y acciones prácticamente no tienen impacto en el tejido social, al que pertenecemos y al que nos debemos- y por relevancia. Las asambleas han perdido fuerza; han pasado a ser una especie de reunión informativa en la que un representante de cada comisión –información, legal, plenos…- da cuenta de sus actividades a lo largo de la semana y los demás, en lugar de dar palmas, cual congreso cubano, agitamos nuestras manos. Todo asunto relevante que aparece pasa automáticamente a manos de las comisiones, formadas por un número aún más pequeño de asambleístas -horarios de trabajo (en mi caso), responsabilidades familiares o simple pereza disuaden al personal de participar en los grupos que se reúnen entre semana a las 7-8 de la tarde-.
En Atenas, la multitud ocupa las plazas principales para defenderse de la que está cayendo –
pensionazos, despidos, privatizaciones, ahora copagos-; en El Cairo, el pueblo vuelve a Tahrir para impedir que les escamoteen los resultados de la revolución de febrero. Aquí nos reunimos un rato los sábados por la mañana para hablar de lo mal que está todo, y poco más. La revolución está deviniendo en pasatiempo para gente que no tiene otra cosa mejor que hacer, que quiere tranquilizar a una conciencia gruñona que le reprocha que nunca hace nada para cambiar el mundo o que pretende disfrazar ante sus colegas su mediocre condición pequeñoburguesa.
Reconozco que los griegos, con sus huelgas y sus algaradas en la plaza Syntagma, han conseguido lo mismo que nosotros: casi nada. Pero, sinceramente, la respuesta a las agresiones que está sufriendo el pueblo por parte de los poderes político y económico me parece floja. Puede ser que todavía estemos en fase embrionaria, que hoy nuestra fuerza se limite a parar desahucios pero mañana seamos capaces de parar planes de rescate, que esto vaya a más sin prisa, pero sin pausa. Pero mi sensación es la contraria: que el movimiento que parecía imparable el 21 de mayo se está agotando, dirigiéndose cada vez más hacia sí mismo. De trascendente se convierte en inmanente, autorefiriéndose y quedándose en el propio movimiento, sin ir más allá.
Ojalá me equivoque. Ojalá el próximo 23 de julio, cuando las columnas de todo el Estado converjan en Madrid, volvamos a salir miles de personas a la calle. Ojalá el tejido asociativo que ha estado resistiendo en la sombra durante años, los vecinos, los inmigrantes, se sumen a un movimiento que es, o debería ser, de todos. Nada me haría más feliz que escribir un contrapost diciendo que estaba equivocado. Porque nada jodería más a los de arriba que ver que la revolución española, esta vez, no acaba como la Transición o como
Rebelión en la granja.

miércoles, 25 de mayo de 2011

'Spanish Revolution'... ¿seguiremos adelante?


E

Escribo estas líneas con resaca de las elecciones y de la previa concentración en Sol. De las primeras, poco hay que hablar. Se esperaba la debacle del PSOE, y ha sucedido. Se pronosticaba que el PP arrasaría, y ha arrasado. Se vaticinaba un ascenso de los partidos políticos minoritarios, y así ha sido. Hasta aquí, nada nuevo. Pero la política no consiste sólo en unas elecciones cada cuatro años. Veamos.

A primeros de mayo, empezaban a circular por Internet mensajes y e-mails convocando a una concentración por la “democracia real” el 15 de mayo. A pesar de su inicial intención “apolítica”, ampliamente criticada, miles de personas se manifestaron en Madrid con reclamaciones muy políticas: un sistema electoral más participativo, eliminación de los privilegios de los gobernantes, más control popular sobre las cuestiones públicas.

Lo demás es conocido: acampada, desalojo policial y una nueva acampada que fue creciendo y atrayendo a más simpatizantes hasta los 25.000 concentrados del viernes y el sábado pasados. ¿Sirve de algo?, pregunta la gente. De momento, para que no nos tomen por gilipollas, pienso yo. Después de 20 años de precarización progresiva, de inflación encubierta, de recorte de derechos, de falta de participación democrática, el personal estaba más parado que nunca. ¿Cómo no nos las iban a seguir colando? Los derechos no se regalan, se conquistan; y si no los defiendes, te los quitan, visto está.

Las concentraciones y acampadas de la Puerta del Sol y otras plazas del Estado han vuelto a colocar la política en la agenda del común de los ciudadanos. Hacía muchos, muchos años que no oía hablar de política en la calle, en el Metro, en el supermercado. Los privilegios de la clase política, los perjuicios que sufre el pueblo merced a sus dictados y la necesidad de cambios han desbancado a las chorradas de Mourinho y los cotilleos de Salvame en el Top 5 de los temas de conversación. Sólo por eso habría merecido la pena.

En enero, en febrero, tunecinos y egipcios despertaban la admiración y la envidia de los que no nos conformamos con un presente precario y un futuro miserable. Ellos se han atrevido a pelear por sus derechos, pero aquí nadie se mueve, nos lamentábamos. Ahora se ha vuelto la tortilla. Ahora los madrileños y el resto de ciudadanos del Estado volvemos a ser un ejemplo para el mundo. Si en el 36 fuimos la vanguardia de la lucha contra el fascismo, en 2011 nos hemos convertido en la vanguardia de la lucha contra el capitalismo salvaje y la democracia de pastel.

Somos antisistema, sí, como lo fueron los ilustrados y los sans-culottes que acabaron con el Antiguo Régimen; como las sufragistas y como Sacco y Vanzetti, que extendieron los derechos y las libertades al grueso de los habitantes de EE.UU. Si un sistema es injusto, nuestra obligación moral (y lo que nos interesa) es cambiarlo.

Pero esto no acaba aquí. Dar un aldabonazo en Sol y llamar al voto a los partidos minoritarios son acciones importantes, pero simbólicas. Es el momento de extender las movilizaciones y plantear propuestas concretas. Las primeras (eliminación de privilegios de la clase política, lucha contra el empleo precario, derecho a la vivienda, defensa de los servicios públicos, control a los bancos, fiscalidad más justa, democracia participativa, más libertades ciudadanas y reducción del gasto militar) suponen un giro de 180 grados en la tendencia político-económica de las últimas dos décadas. Digan lo que digan los tertulianos-de-bar de RNE, los jóvenes de 2011 vivimos mucho peor que los de hace 20 años. De nosotros depende que nuestros hijos no tengan que decir lo mismo.


Dedicado a tod@s l@s que creyeron en la fuerza de la movilización popular desde el primer día, antes de que se pusiera de moda y todo dios se subiera al carro.

jueves, 24 de febrero de 2011

Túnez, Egipto… ¿Se acabó el fin de la Historia?


Durante 20 años, nos habíamos resignado a lo que Francis Fukuyama definió en 1986 como “el fin de la Historia”. Tras la caída de los regímenes socialistas del Este de Europa, el capitalismo quedaba como vencedor de la partida ideológica que se había venido jugando en el mundo desde principios del siglo XX. Ya no había alternativas, ya no había antítesis, ya no había posibilidad de cambio, ni evolución, ni revolución, ni hostias. Bueno, hostias sí, pero eso eran guerras periféricas: Congo, Chechenia y demás. Sólo había un cómo, el capitalismo en versión acelerada; un dónde, el mundo globalizado; y un cuándo, atemporal y eterno, como indicaba el fin de la Historia.

Han pasado 20 años y, efectivamente, han cambiado pocas cosas. No ha habido alternativas , más allá del surgimiento del movimiento antiglobalizador en la Batalla de Seattle de 1999, y rebeliones esporádicas y muy localizadas como los zapatistas de Chiapas y el Movimiento Sin Tierra brasileño. El único contrapoder al turbocapitalismo globalizado ha sido el fanatismo religioso de Bin Laden y sus congéneres, tan poco liberador o incluso menos que su alternativa ¿laica? occidental.

No ha habido revoluciones, salvo la mal llamada “revolución naranja” de Ucrania, organizada por la CIA para deponer a un mandatario proruso y contrario a la OTAN. Parecía acabado el tiempo de las revoluciones populares, iniciado en París en 1789. Si no había posibilidad de cambio, no quedaba otra salida que resignarse, adaptarse o plantearse una revolución individual y cotidiana que podía cambiar mi vida, pero no el mundo.

En ésas andábamos, con el Departamento de Estado y la Fox dictaminando qué regímenes son democráticos y cuáles no, en qué países el pueblo estaba dignamente representado y en cuáles sufría la tiranía de un Gobierno ilegítimo. Y el pueblo veía, sufría y callaba.

Hasta que llegó Mohamed Buazizi, un joven comerciante tunecino que se quemó a lo bonzo para denunciar los desmanes de la policía. Las llamas prendieron la mecha de la revuelta y un histórico 14 de enero caían el dictador Ben Alí y su régimen, ejemplo de democracia y modernidad para las potencias y los medios europeos durante años. Y esta vez sí, parecía que la revolución no se podía parar. Siguiendo el ejemplo de los tunecinos, un millón de egipcios tomaron la plaza Tahrir para poner fin a la dictadura de Hosni Mubarak, que había regido Egipto bajo un estado de excepción durante 30 años, con el aplauso y el apoyo de Estados Unidos e Israel. Pretendió Mubarak ignorar primero y pasar por encima de los revolucionarios después, pero el poder del pueblo, en esta ocasión, también fue más fuerte que el del tirano, y el hombre que traicionó la herencia de Nasser hubo de huir.

Y Egipto no ha sido la última revolución en el mundo árabe. Yemen, Bahrein, Libia… ¿Marruecos? Una tras otra, las satrapías de Oriente Medio y el Norte de África se tambalean ante el empuje de sus pueblos. Sociedades jóvenes y pobres, pero suficientemente informadas vía Al Yazira e Internet, y ahora concienciadas de que no es inevitable agonizar bajo un régimen despótico. Ellos han tenido la valentía de plantar cara a sus opresores y tomar las riendas de su presente y su futuro. Han demostrado al mundo que las cosas pueden cambiar y que el inamovible fin de la Historia era sólo un paréntesis, un Kit-Kat suministrado por el complejo industrial-mediático.

En Europa, en América, surge la pregunta: ¿y ahora qué? Nos toca a nosotros responder. Decidir si nos quedamos en la mezcla de admiración y envidia hacia tunecinos y egipcios, o si continuamos por la senda abierta por ellos. La Historia no finaliza, empieza ahora. Si los pueblos árabes se enfrentan a los tanques y las balas de regímenes totalitarios, ¿qué no podremos hacer los habitantes del mundo occidental frente a unos Gobiernos sobre los que, en cierta medida, tenemos algún poder? Asumir que el futuro es nuestro, o resignarnos de nuevo.